Así y todo, a veces se hallan ecos cronísticos que suministran pistas
concretas sobre una serie precisa de sucesos. Por ejemplo, en este
epigrafe en que el rey Urukagina actúa para restablecer el orden y la
justicia:
Cuando Ningirsu, el héroe de Enlil, concedió a Urukagina el cetro de
Lagash, cuando estableció su poder al frente de 36.000 hombres,
entonces derogó las leyes anteriores. La palabra de su rey Ningirsu fue
atendida. Alejó de las naves a los inspectores y de los asnos y las
ovejas a los controladores (...) En el país de Ningirsu, hasta el mar,
no hubo ya más cobradores (...) Si la casa de un poderoso está junto a
la de un servidor del rey y el poderoso dice ÒQuiero comprarlaÓ, habrá
de pagar lo que el súbdito del rey le pida (...) El poderoso no
oprimirá al huérfano y a la viuda: pues tal pacto ha establecido
Urukagina con Ningirsu.
El atentado contra el reino es un atentado contra el dios y es el poder
divino quien debe ser vindicado por el rey. Así habla Urukagina cuando
el rey de la cercana Umma ataca su ciudad:
Los de Umma han devastado Lagash y pecado contra Ningirsu. El poder que
les fue dado les será arrebatado. Urukagina, rey de Girsu, no ha
incurrido en pecado. Pero el pecado de Lugalzagisi, jefe de Umma, ojalá
que su diosa Nisaba lo haga recaer sobre su cabeza.
Es distinta, naturalmente, la versión de Lugalsagisi, que invoca la
superioridad divina de Enlil, el dios supremo del panteón sumerio y que
utiliza la supremacía de éste para proclamar una ambición Ðla primera
atestiguada por escritoÐ de imperio universal, en torno al año 2350 a.
C.:
Cuando Enlil, rey del país, concedió a Lugalzagisi la soberanía en la
tierra, cuando hubo instaurado la justicia en el país, cuando su poder
hubo subyugado la tierra y conquistado los países desde el orto hasta
el ocaso del sol, entonces, desde el Mar Meridional, remontando el
Tigris y el Éufrates, hasta el Mar Septentrional, Enlil
estableció su poder; y desde Oriente a Occidente le concedió su
dominio. Dio seguridad a los países, irrigó el suelo con agua de
alegría (...) Ojalá (el dios Anu) añada vida a mi vida, dar seguridad a
los países, concederme tantas gentes como los tallos de la hierba (...)
ÁOjalá sea yo para siempre el pastor que va delante y las guía!
Tras el dominio acadio, iniciado por Sargón el Antiguo (Sharrukín), que
llevó a la práctica de modo estable ese Imperio sobre Òel MundoÓ, y no
sobre una o varias ciudades cercanas nada más, Sumer cayó en mano de
los guti o guteos (h. 2150-2050), invasores y devastadores a quienes
los textos sumerios se referían como a los Òdragones de la montañaÓ
(oriental). Tras su desaparición, se produce un Òrenacimiento sumerioÓ
cuyo más conspicuo monarca será el patesi Gudea de Lagash (h. 2050),
que se presenta a sí mismo como elegido por Ningirsu y ejecutor de su
programa con el cual se logran el clima y las cosechas convenientes y
que incluye numerosas construcciones de prestigio y devoción, símbolos
del poder del dios y del rey, su protegido:
Cuando mi fiel pastor Gudea ponga su justa mano en Eninu, mi templo, un
viento del cielo anunciará el agua. Y, entonces, vendrá del cielo la
abundancia para ti y la tierra quedará henchida. Cuando se pongan los
cimientos de mi templo llegará la abundancia. La gran campiña te dará
frutos, los pozos y canales se llenarán de agua para ti (...) Sumer
producirá aceite en abundancia y pesaréis la lana en grandes cantidades
(...) El día en que tu mano justa ponga manos a la obra de mi templo,
pondré mis pies en las montañas en que mora la tormenta. Y desde la
sede de la tormenta, desde las montañas, desde los lugares puros,
mandaré hacia ti la lluvia para que dé vida a la tierra.
S. Moscati (Il profillo dellÕOriente mediterraneo,
1960) presenta así la cuestión: los dioses han creado el Mundo como es,
para siempre. Su palabra se encarna en hechos y sucesos. El dios crea
cuando habla, actúa con su palabra, al igual que en la Biblia: el dios
manda que la luz sea y la luz es. Los elementos cósmicos más
importantes están a cargo de las fuerzas divinas: Anu, el mayor de los
dioses y su origen, es el dios del lejano Cielo y domina el universo
desde el espacio. Enlil rige las regiones entre el Cielo y la Tierra,
donde moran los vientos, las tormentas, y tiene, desde su santuario de
Nippur, cierta supremacía sobre las divinidades restantes. La Tierra es
el ámbito de Enki (también, más tarde, llamado Ea), Òmorada del aguaÓ,
porque la Tierra es la fuente permanente del agua que fluye por ríos,
canales y mares. A estos grandes dioses cósmicos se unen tres
divinidades astrales, cuya luz regula la vida terrestre: Nanna, dios de
la Luna, casado con Ningal; sus hijos son Utu, el Sol e Innin, Venus,
que en origen pudo ser la Tierra en tanto que Madre fértil y fuente de
la vida y la fecundidad, antiquísima deidad casada con Dumuzi, el dios
de los rebaños.
Todos son antropomorfos, sexuados, se emparentan
entre sí al modo de los hombres, comen y se visten, aunque con mayor
lujo y que padecen impulsos al modo humano, aunque mucho más potentes y
violentos, de modo que la diferencia esencial, en último término, con
los humanos reside en su enorme poder y en su inmortalidad. Anu tiene
una hija, Baba, casada con Enlil (así están vinculado el Cielo y la
Atmósfera).
Los dioses son muchos más y, por otra parte, no están solos. Quebrantan
a los hombres, pero también los favorecen. El ámbito de los demonios,
muy nutridos, Ðorigen del concepto de los ángeles bíblicosÐ, es más
dual: hay demonios buenos y malos. Los buenos protegen a las personas,
las casas, los templos, los campos o los rebaños; pero son muchos más
los demonios malignos, muchos de ellos espíritus difuntos sin aplacar
que viven en las tumbas, en la oscuridad de la noche o de la atmósfera
o en el desierto y que acuden a poblado para castigar y aterrorizar a
las gentes con terrores, daños de toda clase, tempestades y estragos.
Los peores de todos son los siete Udug, implacables, contra los que no
sirven, como mucho, sino los exorcismos mágicos sacerdotales y
especializados y la adivinación de lo que el futuro depara a los
mortales. Tenemos alguna muestra de estos formularios rituales:
Perverso Udug, que vagas por la Tierra inicuamente, perverso Udug, que
llevas el desamparo a toda la Tierra, perverso Udug, que no atiendes a
súplicas, perverso Udug, que alaneas a los pequeños como a peces en el
agua, perverso Udug, que que abates a los grandes con tu hoz, perverso
Udug, que que golpeas al anciano y a la anciana, perverso Udug, que
bloqueas los caminos, perverso Udug, que que haces desiertos de las
grandes llanuras, perverso Udug, que no te detienes ante ningún umbral,
perverso Udug, que abates las casas del país , perverso Udug, que
trastornas el Mundo (...) Yo soy el sacerdote exorcista, el gran
sacerdote de Ea. El Señor me ha enviado (...) No debes ulular tras de
mí. No debes gritar tras de mí. No debes hacerme pasar por un hombre
malo. No debes hacer que se me tome por un perverso Udug. ÁYo te
exorcizo, por el Cielo! ÁYo te exorcizo, por la Tierra!
El panorama es más inquietante si se piensa que los sumerios concebían
el Más Allá como un ámbito donde la vida era lamentable, penosa, débil,
triste y disminuida. El difunto padece sin remedio:
Ya no soy un hombre que goza de su vista. El lugar en que reposo es el
polvo del suelo. Yazgo entre malhechores. Mi sueño es angustia. Habito
entre enemigos. Hermana mía, ya no puedo levantarme de mi sepulcro.
Naturalmente, los mediadores ante la divinidad, sacerdotes de los
templos y, a menudo, el rey acerdote, adquieren extraordinario relieve
a través de su función mediadora, predictora y providente, puesto que,
entre otras cosas, gozan del directo amparo del dios de la ciudad, en
cuyo nombre y a cuya gloria gobiernan, deciden y administran justicia.
Cuanto de bueno sucede es debido a la conjunción de los esfuerzos y del
carisma del soberano y de los poderes del dios, verdadero dios de
Estado. De ahí que el Templo y el Palacio, a veces no bien
diferenciados, se justifiquen como centros de concentración de todos
los poderes, cada vez más diferenciados y especializados, atendidos por
servidores distinguidos, a las órdenes directas del soberano o de los
sacerdotes de la divinidad. El Palacio y el Templo son el Estado y los
que dominan, a través del numeroso enjambre de sus dependientes de toda
condición, la vida económica de la comunidad. Son la fuente del saber,
de la legitimidad, los mayores propietarios y, en términos generales,
los únicos propietarios de riquezas que merezcan el nombre de tales. La
mayor parte de los habitantes de la ciudad y las aldeas depende
directamente de estas organizaciones, como dignatarios,
administradores, empleados, artesanos, arrendatarios, jornaleros o
siervos. Las órdenes y decisiones importantes figuran, a menudo, como
expresiones directas de la voluntad del dios, transmitida por éste a
los mediadores que gobiernan. Son escasos los que podríamos llamar
propietarios particulares librs que, no obstante, existen ya en el III
milenio, aunque su dependencia en otros ámbitos respecto de la
comunidad, a la que es obligado pertenezcan, es muy alta.