Historia Antigua - Universidad de Zaragoza - Prof. Dr. G. Fatás

La autoridad real asiria
P. Garelli - V. Nikiprovetzki 1974 y Ch. G. Starr 1964
I Prerrogativas del rey
El rey de Asiria es el shangu de Assur, a la vez sacerdote y administrador del dios del país, cuyos dominios debe ampliar. Tal es su deber, el único que imperiosamente se le recuerda en la fiesta anual del akitu, en la que se procede a la renovación del rito de la coronación. Conocemos el ceremonial por una tabliulla de la biblioteca de Teglatfalasar I y es probable que no sufriese cambios. Tanto Asurbanipal II como Adadnirari III aluden en sus textos a su deber de ampliar las fronteras de Assur, impuesto por el dios en el akitu. También Sargón II, como shangu de Assur vinculado por el akitu, da cuenta a los dioses de su octava campaña en Urartu. Asurbanipal se justifica por igual causa, que explica el carácter permanente de la guerra expansiva de Assur como guerra sagrada. Por tal causa, los países fronterizos eran siempre (y lo sabían) países potencialmente vasallos, según Asiria destinados a reconocer la supremacía de Assur, so pena de aniquilamiento. Con una sola excepción conocida (Shamshi Adad V con Babilonia, para acabar la guerra civil), ningún tratado firmado por Assur trata a la otra parte en pie de igualdad. Assur es superior y reserva todos sus derechos que, a veces, se enumeran casuísticamente sin ninguna contrapartida. El control llega incluso a prohibir al rey vencido o vasallo leer las cartas que le dirija el rey de Assur a menos que sea en presencia del delegado asirio. Los tratados del 672 entre Assarhadón y los jefes medos son un buen ejemplo. El rey quiere asegurar su sucesión en Asurbanipal ante los asirios, en una ocasión en que, por azar, están presentes los jefes medos, a quienes se hace jurar fidelidad al trono: "No alzaréis disputa contra el sello de Assur [las órdenes del rey en un documento], rey de los dioses (...), que está ante vosotros y al que serviréis como a vuestro propio dios." El shangu de Assur, en nombre de éste, no puede ser discutido en ninguna parte.
En el mismo juramento se dice con respecto al heredero: "Será vuestro rey y vuestro señor. Puede abatir al poderoso y enaltecer al débil, matar a quien lo merece y perdonar a quien sea oportuno. Atenderéis a cuanto diga y haréis cuanto mande. Y no acudiréis en contra suya a ningún otro rey ni señor."
Tal es la condición para que el shangu de Assur puede hacer realidad los mandatos del dios, como dice Senaquerib en una inscripción de Tarbisu, a propósito de una restauración que se hizo "por mi vida, la salud de mi descendencia, el aniquilamiento de mis enemigos, la prosperidad de las cosechas de Assur y la satisfacción del dios Assur".

II El juramento de los súbditos
Todos los súbditos prestan al rey su adu o juramento, en fechas determinadas por los astrólogos, ante las estatuas del dios, que castiga severamente el perjurio. Parece que juraban las profesiones y grupos más o menos coherentes: escribas, adivinos, exorcistas, médicos, augures del palacio y la ciudad; y, también, por lugares, pues llegan para prestar el adu "los escribas de Nínive, de Kalzi, de Arbelas, de Assur y de Kalah". En algunas ocasiones especiales sabemos que se convoca a la vez a las representaciones de los grupos socioprofesionales (juramento a Asurbanipal a la muerte de Asarhadón, convocado por la reina Zakutu). El juramento implicaba la sanción capital de su violación y, por ende, la muerte para las actividades de conjura, revuelta, sedición y, desde luego, para los atentados contra el rey. Es obligatorio comunicar lo que se sepa a estos respectos, proteger al rey, obedecerle sin dudar, tener como propios a sus enemigos y ayudarle sin vacilaciones contra ellos. En Assur, todo y todos están sujetos al rey sin limitaciones de ninguna especie. Ése es el principio básico. El labrador, el gobernador, el general, el escriba no son sino siervos del rey y, si no entre sí, respecto de és no tienen más derechos que un esclavo: es decir, ninguno. Para el rey, todos son urdu, siervos; como el rey lo es de su dios.

La crueldad
Ni en su época ni en el recuerdo que dejó tuvo nunca buena fama el imperio asirio. Los súbditos pagaban por la paz y el orden un precio demasiado alto de tributos y vidas humanas, precio que atestiguan terriblemente los documentos asirios. Las crónicas de los reyes enumeran con júbilo el botín conquistado, la plata, el oro, el cobre, el hierro, los muebles, los rebaños, las esclavas y otros innumerables trofeos y cuentan abiertamente las violencias infligidas a los vencidos. Asurbanipal II, por ejemplo, se vanagloria: "Los he destruido, derribé los muros y entregué a las llamas la ciudad, cogí a los supervivientes y los empalé y los quemé ante su ciudad". Aún más impresionante es la muestra de brutalidad y violencia en los relieves del gran palacio, donde se representan las cabezas de los reyes vencidos bamboleándose en los árboles del jardín del rey asirio, y restos humanos tras las batallas y los asedios. A menudo los pueblos rebeldes eran deportados a tierras muy alejadas de su patria; otras se les mataba a centenares y sus cabezas se apilaban cuidadosamente a los lados de los caminos para dar qué pensar a los viandantes. Tantas atrocidades no demuestran tanto que los asirios fueran monstruos cuanto que para tener en un puño a los vencidos necesitábanse medios extremos.


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