Lynch, John.
Las revoluciones hispanoamericanas.
Editorial Ariel.
Barcelona, 1976.



Los orígenes de la nacionalidad Hispanoamericana

1. El nuevo imperialismo

Las revoluciones por la independencia en Hispanoamérica fueron repentinas, violentas y universales. Cuando en 1808 España sufrió un colapso ante 1a embestida de Napoleón, dominaba un imperio que se extendía desde California hasta el cabo de Hornos, desde la desembocadura del Orinoco hasta las orillas del Pacífico, el ámbito de cuatro virreinatos, el hogar de diecisiete millones de personas. Quince años más tarde España solamente mantenía en su poder Cuba y Puerto Rico, y ya proliferaban las nuevas naciones. La independencia, aunque precipitada por un choque externo, fue la culminación de un largo proceso de enajenación en el cual Hispanoamérica se dio cuenta de su propia identidad, tomó conciencia de su cultura, se hizo celosa de sus recursos. Esta creciente conciencia de sí movió a Alexander van Humboldt a observar: &laqno;Los criollos prefieren que se les llame americanos; y desde la Paz de Versalles, y especialmente desde 1789, se les oye decir muchas veces con orgullo: "Yo no soy español; soy americano", palabras que descubren los síntomas de un antiguo resentimiento». También revelaban, aunque todavía confusamente, la existencia de lealtades divididas, porque sin negar la soberanía de la corona, o incluso los vínculos con España, los americanos empezaban a poner en duda las bases de la fidelidad. La propia España alimentaba sus dudas, porque en el crepúsculo de su imperio no atenuaba sino que aumentaba su imperialismo.

Hispanoamérica estaba sujeta a finales del siglo XVIII a un nuevo imperialismo; su administración haía sido reformada, su defensa reorganizada, su comercio reavivado. La nueva política era esencialmente una aplicación del control, que intentaba incrementar la situación colonial de América y hacer más pesada su dependencia. De este modo la reforma imperial plantaba las semillas de su propia destrucción: su reoformismo despertó apetitos que no podía satisfacer, mientras que su imperialismo realizaba un ataque directo a los intereses locales y perturbaba el frágil equilibrio del poder dentro de la sociedad colonial. Pero si España ahora intentaba crear un segundo imperio, ¿qué habia pasado con el primer?

A finales del siglo XVIII Hispanoamérica se había emancipado de su inicial dependencia de España. El primitivo imperialismo del siglo XVI no podía durar. La riqueza mineral era un patrimonio decreciente, e invariablemente engendraba otras actividades. Las sociedades americanas adquirieron gradualmente identidad, desarrollando más fuentes de riqueza, reinvirtiendo en la producción, mejorando su economía de subsistencia de alimentos, vinos, textiles y otros artículos de consumo. Cuando la injusticia, las escaseces y los elevados precios del sistema de monopolio español se hicieron más flagrantes, las colonias ampliaron las relaciones económicas entre sí, y el comercio intercolonial se desarrolló vigorosamente, independientemente de la red transatlántica. El crecimiento económico fue acompañado de cambio social, formándose una élite criolla de terratenientes y otros, cuyos intereses no siempre coincidían con los de la metrópoli, sobre todo por sus urgentes exigencias de propiedades y mano de obra. El criollo era el español nacido en América. Y aunque la aristocracia colonial nunca adquirió un poder político formal, era una fuerza que los burócratas no podían ignorar, y el gobierno colonial español se convirtió realmente en un compromiso entre la soberanía imperial y los intereses de los colonos.

El nuevo equilibrio del poder se reflejó primeramente en la notable disminución del tesoro enviado a España. Esto fue una consecuencia no solamente de la recesión de la industria minera sino tembién de la redistribución de la riqueza dentro del mundo hispánico. Significaba que ahora las colonias se apropiaban en una mayor proporción su propio producto, y empleaban su capital en su administración, defensa y economía Al vivir más de sí misma, América daba menos a España. El giro del poder podía también observarse fuera del sector minero, en el desarrollo de las economías de plantación en el Caribe y en el norte de Sudamérica, que vendían sus productos directamente a los extranjeros o a otras colonias. La expansión de la actividad económica en las colonias denota un patrón de inversión-capital americano en economía americana- que, aunque en sus proporciones, estaba fuera del sector transatlántico. América desarrolló su propia industria de astilleros en Cuba, Cartagena y Guayaquil, y adquirió una autosuficiencia global en defensa. Las defensas naval y militar de México y Perú eran financiadas por las tesorerías locales, y éstas no sólo acrivaban los astilleros, fundiciones de cobre y talleres de armas, sino también actividades secundarias que servían a esas industrias. Por lo tanto, el declive de la minería no fue necesariamente un signo de recesión económica: puede indicar un mayor desarrollo económico, una transición desde una economía de estrecha base a una de gran variedad.

Cuando el primer ciclo minero de México se cerró, alrededor de mediados del siglo XVII. La colonia reorientó su economía hacia la agricultura y ganadería y empezó a cubrir sus necesidades de productos manufacturados. La hacienda, la gran propiedad territorial, se hizo un microcosmos de la autosuficiente economía de México y de su creciente independencia. Pero la hacienda podía generar más actividad, porque necesitaba importar algunos bienes de consumo y proporcionaba materias primas para la propia producción colonial. Al mismo tiempo una creciente proporción del ingreso gubernamental en México permanecía en la colonia o sus dependencias para la administración, defensa y obras públicas, lo que significaba que la riqueza de México sustenta más a éste que a España. Se supone con demasiada ligereza que cuando una colonia no funciona como tal está en declive, que porque no exporta excedentes públicos y privados a la metrópoli, no participa en el comercio transatlántico, no consume grandes cantidades de importaciones monopolísticas, se la debe considerar deprimida. Pero ésos pueden ser signos de crecimiento, no de depresión. Perú siempre fue mas &laqno;colonial», menos &laqno;desarrollado» que México, y su capacidad minera sobrevivió más tiempo. Pero para abastecer a los campamentos mineros la colonia creó una economía agrícola que se desarrolló prósperamente por sí misma. Perú nunca fue autosuficiente en manufacturas como lo fue en agricultura. Pero numerosos talleres, los famosos obrajes, que empleaban mano de obra forzada y eran propiedad del estado o de empresas privadas, producían para el mercado de las clases bajas o para necesidades particulares. Por lo demás, Perú no dependía necesariamente de las importaciones de España: tenía capital sobrante y una marina mercante, y podía satisfacer muchas de sus necesidades de consumo dentro de América, particularmente con lo procedente de México, y de Asia. Y las promesas a España disminuyeron espectacularmente. Entre 1651 y 1739, el 30 por ciento del ingreso del tesoro en Lima era invertido en la defensa del virreinato y sus dependencias; otro 49,4 era gastado en la administración virreinal, salarios, pensiones, subvenciones, y en compras de abastecimientos para la industria minera; y sólo el 20,6 era enviado a España. Así pues, la mayor parte de la renta peruana era gastada en Perú. En cierto grado, la colonia se había convertido en su propia metrópoli.

En historiografía se está familiarizado con el concepto de un imperio informal, de control exterior de la economía, tal como se aplica a América Latina en el periodo nacional. ¿Pero no estaba Hispanoamérica en un estado de emancipación informal en el periodo colonial, o más precisamente en los finales del siglo XVII y principios del XVIII? Es cierto que el poder imperial continuaba ejerciendo su control burocrático; es también verdad que las colonias no declararon su independencia durante la guerra de sucesión española, cuando la metrópoli era impotente. Dejando aparte el hecho de que el ambiente político e ideológico de principios del siglo XVIII no era propicio para un movimiento de liberación nacional, los hispanoamericanos tenían poca necesidad de declarar la independencia formal, porque gozaban de un considerable grado de independencia de facto, y la presión sobre ellos no era grande. Un siglo más tarde la situación era diferente. El peso del imperialismo era mucho mayor, precisamente como resultado de la renovación del control imperial después de 1765. La provocación se dio, no cuando la metrópolis estaba inerte, sino cuando estaba en actividad.

La autosuficiencia de las colonias americanas fue percibida por los contemporáneos, especialmente por las autoridades españolas. Era éste un tema recurrente de la literatura desarrollista del siglo XVIII, que intentaba encontrar una manera de vincular la economía americana más estrechamente a España. Y ésta era la obsesión de muchos virreyes y otros funcionarios, como se puede observar en sus frenéticos consejos de que la dependencia económica debía aumentarse como condición básica de la unión política. Estas opiniones fueron resumidas en 1778 por Gil de Taboada, virrey del Perú, que se congratulaba del crecimiento del comercio y de la baja de los precios que produjeron los cambios comerciales decretados por Carlos III, especialmente el notable ascenso de las importaciones en la colonia y el consiguiente daño para las industrias peruanas. &laqno;La seguridad de las Américas -decía-se ha de medir por la dependencia en que se hallan de la metrópoli, y esta dependencia está fundada en los consumos. El día que contengan en sí todo lo necesario, su dependencia sería voluntaria.»

Detener la primera emancipación de Hispanoamérica, éste era el objetivo del nuevo imperialismo de Carlos III. La política conllevaba algunos riesgos: conturbar el equilibrio de fuerzas en las colonias podía minar la fábrica del imperio. Pero hasta el punto en que se podían calibrar, los riesgos eran considerados aceptables. Porque la reforma colonial era una parte de un designio más amplio de crear una España más grande, una visión que compartían Carlos III y sus ilustrados ministros, nacida de un movimiento de reforma que intentaba rescatar a España del peso del pasado y restaurar su poder y prestigio. La reforma tomó fuerza como consecuencia de la desastrosa derrota a manos de los ingleses en la guerra de Siete Años, y desde 1763. España hizo un esfuerzo supremo por enmendar el equilibrio en Europa y en las Américas. Se emprendió una revalorización nacional. La élite dirigente -un selecto grupo de intelectuales, economistas, prelados y burócratas-discutió varias medidas: imposición equitativa, industrialización, expansión del comercio ultramarino, mejora de las comunicaciones, un programa de colonización interna, proyectos de parcelar los latifundios y las propiedades de la Iglesia, liquidación de los privilegios de pastos de los poderosos ganaderos en favor de los cultivos, y muchas otras propuestas de desarrollo económico. Las semioficiales sociedades económicas fueron un importante centro de reformas, más dedicadas a las soluciones pragmáticas que a la especulación abstracta y apuntando esencialmente a la prosperidad del país mediante la ciencia aplicada. No todos estos planes se realizaron, pero en el curso de su reinado (1759-1788) Carlos III dirigió España en un renacer político, económico y cultural, y dejó a la nación más poderosa de lo que la había encontrado. El gobierno fue centralizado, la administración reformada; la agricultura aumentó su rendimiento y la industria su producción; se promovió y protegió el comercio ultramarino.

¿Qué significó esa reforma para Hispanoamérica? El programa imperial ha sido descrito e interpretado de varios modos, como &laqno;nacionalización» de la economía colonial, como una &laqno;restauración», una &laqno;modernización defensiva», y más recientemente como un &laqno;nacionalismo protoeconómico» qúe intentaba rescatar el comercio transatlántico del control extranjero. Es cierto que España estaba preocupada por el equilibrio del poder colonial en las Américas, por la penetración y expansión británica, por la preponderancia de los extranjeros en el comercio hispanoamericano. Pero éstas eran consideraciones secundarias, síntomas de una enfermedad más profunda. La legislación principal del programa tenía poco que ver con los extranjeros, pero mucho con los propios súbditos de España. El principal objetivo no era expulsar a los extranjeros sino controlar a los criollos.

2. Respuestas americanas

La segunda conquista de Amérira fue en primer lugar una conquista burocrática. Después de un siglo de inercia, España volvió a tomar a América en sus manos. Crearonse nuevos virreinatos y otras unidades administrativas. Nombráronse nuevos funcionarios, los intendentes. Se intentaron nuevos métodos de gobiemo. No se trataba de simples artificios administrativos y fiscales: suponían también una supervisión más estrecha de la población americana. Los intendentes eran instrumentos de control social, enviados por el gobierno imperial para recuperar América. Durante 1a época de inercia la colonización había significado distintas cosas para distintos intereses. La corona quería gobernar América sin gastos. Los burócratas querían un trabajo bien pagado. Los mercaderes querían producir para exportar. Los campesinos indios querían que los dejaran en paz. Muchos de esos intereses eran irreconciliables; de hecho se resolvían médiante un expediente de asombrosa simplicidad.

En un momento dado de principios del siglo XVII, en un periodo de gran crisis económica, la corona realmente dejó de pagar el salario a sus principales funcionarios en América, los alcaldes mayores y corregidores, los funcionarios de distrito en el imperio español. En lugar de pagarles les permitió conseguir unos ingresos vulnerando la ley, al convertirse de hecho en puros mercaderes, que comerciaban con los indios que estaban bajo su jurisdicción, adelantando capital y créditos, proporcionando bienes y equipos, y ejerciendo un monopolio económico en sus distritos. Muy pocos funcionarios poseían capital inicial para estimular cualquier actividad económica. Así, en camino hacia sus puestos, firmaban contratos con mercaderes capitalistas-en Ciudad de México, por eiemplo-y entraban en asociación comercial con los llamados aviadores. Los mercaderes garantizaban salarios y gastos a los funcionarios que llegaban, quienes luego obligaban a los indios a aceptar adelantos de dinero y equipos para extraer productos agricolas destinados a la exportación o simplemente a consumir excedentes de mercancias. Este era el infamante repartimiento, un ardid que forzaba a los indios la dependencia financiera y al peonaje por décadas. De este modo se satisfacían los diferentes intereses de los grupos. Los indios eran obligados a producir y consumir; los funcionarios reales recibían un ingreso; los mercaderes conseguían productos agricolas para exportar; y la corona se ahorraba el dinero de Los salarios. Pero en otros aspectos el precio era elevado. Disminuía el control imperial sobre la política y los intereses locales; el imperia estaba administrado por hombres que dependían, no de Los salarios del gobierno, sino del comercio y de los financiadores de éste. Y reducía a los indios a una forma de servidumbre de la cual no podían escapar. El sistema estaba may extendido en México, Oaxaca, Zacatecas y Yucatán; y en Perú, donde era practicado con particular violencia, fue una de las causes de la rebelión India de Tupac Amaru en 1780.

El sistema tenía sus defensores. Según el autor de El Lazarillo de ciegos caminantes, &laqno;[...] me atrevo a afirmar que si absolutamente se prohibiera fiar a los indios el vestido, la mula y el hierro para los instrumentos de la labranza, se arruinarían dentro de diez años y se dejarían comer de los piojos, por su genio desidioso e inclinado solamente a la embriaguez». Pero era ultrajante para los roformadores españoles del siglo XVIII. En interés de una administración humana y racional abolieron el sistema entero por real decreto. La Ordenanza de Intendentes (4 de diciembre de 1786), un básico de la reconquista, terminó con los repartimientos y remplazo a los corregidores y alcaldes mayores por intendentes, asistidos por subdelegados en los pueblos de indios. Esto se hizo en México. En Perú también fueron abolidos los repartimientos e impuesto el sistema de intendencia (1784). La nueva legislación introdujo la paga a los funcionarios, y garantizó a los indios el dcrecho a comerciar libremente con quienes quisieran. Ahora podían rehusar trabajar en las haciendas o en cualquier tierra que no fuera la suya y no pagar deudas que no hubieran sido libremente contraíadas. Sobre todo, terratenientes y financieros veían restringida su utilización de la mano de obra; la corona interponía su soberanía entre la empresa privada y el sector indio.

Los liberales españoles no eran populares en América. Los intereses coloniales encontraban inhibitoria la nueva política y se resentían de la inusitada presión de la mctrópoli. Los peruanos creJan que tierra y comercio dependían del antiguo sistema. Como explicaba el autor de El Lazarillo de ciegos caminantes, &laqno;[...] cuando los indios deben al corregidor todos están en movimiento y así se percibe la abundancia [... ]. El Labrador grueso encuentra operarios y el obrajero el cardón y la chamiza a moderado precio, y así de todo lo demás. Los indios son de la calidad de los mulos, a quienes aniquila el sumo trabajo y entorpece y casi imposibilita el demasiado descanso». En Perú reaparecieron los repartimientos, cuando los subdelegados quisieron aumentar sus ingresos, los terratenientes mantuvieron su control sobre la mano de obra, y los mercadercs restablecieron los antiguos mercados de consumo. En México, también, se alertaron poderosos grupos, y los nuevos funcionarios fueron persuadidos gradualmente de volver a los antiguos métodos. Así, después de un breve experimento, la política de los Borbones fue saboteada dentro de las propias colonias; y en México una élite local con el tiempo tomaría el poder político para impedir, entre otras cosas, una repetición de la legislación liberal. El absoluto control sobre la mano de obra era demasiado importante como para renunciar a él.

Al igual que los Borbones fortalecieron la administración, debilitaron a la Iglesia. En 1767 fueron expulsados los jesuitas, unos 2.500 en total, muchos de los cuales eran criollos y quedaban así sin patria y sin misiones. No se dio ninguna razón de la expulsión, pero fue esencialmente un ataque a la semiindependencia de los jesuitas y una afirmación del control imperial. Los jesuitas disfrutaban de una gran libertad en América; también disftutaban de un poder económico independiente gracias a sus haciendas y otras formas de propiedad y a sus prósperas actividades empresariales. Los Hispaneamericanos consideraron la expulsión como un acto de despotismo contra sus compatriotas en sus propios países. De los 680 jesuitas expulsados de México alrededor de 450 eran mexicanos; su exilio a perpetuidad fue una causa de gran resentimiento, no sólo entre ellos, sino entre sus familiares y simpatizantes que dejaron tras de sí. Pero éste fue sólo el encuentro preliminar de la larga lucha con la Iglesia.

Un tema esencial de la política borbónica era la oposición a las corporaciones que gozaban de una situación y privilegios especiales. El mayor ejemplo de privilegio era la Iglesia, cuya misión religiosa en América era sostenida por dos fundamentos poderosos, sus fueros y su riqueza. Sus fueros le daban inmunidad clerical de la jurisdicción civil y eran un privileglo celosamente guardado. Su riqueza se medía no sólo en términos de diezmos y propiedades, sino también de su enorme capital, amasado con los legados de los fieles, capital que hacía de la Iglesia el banco principal, la principal sociedad inmobiliaria y el principal deudor hipotecario. Este complejo de intereses eclesiásticos, otro de los puntos centrales de la independencia, era uno de los principales objetivos de los reformadores borbónicos. Intentaban colocar al clero bajo ]a jurisdicción de los tribunales seculares, y a la vez ir reduciendo la inmunidad clerical. Luego, con las defensas de la Iglesia así disminuidas, esperaban lanzar un gran ataque contra sus propiedades. La Iglesia reaccionó enérgicamente. Aunque el clero no se enfrentó con el regalismo de los Borbones, se resintió profundamente de la violación de sus privileglos e inmunidades personales. De modo que resistió a la política borbónica, y fue apoyada en muchos casos por seglares piadosos. El bajo clero, cuyo fuero era realmente su único patrimonio material, fue enajenado para siempre, y de sus filas salieron muchos de los oficiales insurgentes y de los dirigentes guerrilleros. Como el gran sacerdote revolucionario Morelos proclamó ante el obispo de Puebla: &laqno;Somos más religiosos que los europeos».

Otro centro de poder y privilegio era el ejército, pero aquí la metrópoli tuvo que proceder con más cuidado. España no tuvo nunca ni el dinero ni los hombres para mantener grandes guarniciones de tropas regulares en América, y tuvo que depender principalmente de las milicias coloniales, las cuales a mediados del siglo XVIII |fueron ampliadas y reorganizadas. En México se creó un ejército colonial, formado principalmente por criollos y mestizos. Para estimular el alistamiento, sus miembros fueron admitidos en el fuero militar, una privilegiada condición que extendía a los criollos los derechos e inmunidades que ya gozaban los militares españoles, especialmente la protección de la ley militar con el consiguiente detrimento de la jurisdicción civil. Los criollos no sólo adquirieron un nuevo fuero, sino también un sentido de la identidad militar y confianza, nacidos del conocimiento de que la defensa del país estaba en sus manos. En 1808 el virrey Iturrigaray hizo desfilar a la totalidad del ejército mexicano, de cuarenta mil hombres, en Jalapa, en unas maniobras que impresionaron visiblemente a los participantes criollos. &laqno;La reunión de las tropas en el cantón de Jalapa -señaló Lucas Alamán- hizo concebir alta idea de la fuerza militar del país.» Como la defensa imperial fue poco a poco confiada a la milicia criolla, España modeló un arma que finalmente sería utilizada contra ella. En el Río de la Plata en 1806-1807 un ejército americano derrotó a los invasores británicos y sentó las bases de un poder militar local que derribó al virrey en 1810.

A la vez que España intentaba aplicar un control burocrático mayor, también se preocupaba por reafirmar un más estrecho control económico. El objetivo no era tan sólo erosionar la posición de los extranjeros, sino también destruir la autosuficiencia de los criollos, haciendo que la economía colonial trabajara directamente para España, para bombear hacia ella el excedente de producción que antes había sido retenido en América. Desde la década de 1750 se hicieron grandes esfuerzas por incrementar el ingreso imperial. En especial se utilizaron dos mecanismos: la aplicación del monopolio estatal del tabaco y la administración directa de la alcabala, antes cedida a contratistas privados. La alcabala era un impuesto español clásico, un robusto transplante de la península. Ahora había aumentado -en algunos casos desde el 4 al 6 por ciento- y su cobro se exigía más rigurosamente. Mientras que las colonias se velían obligadas a pagar una mayor cuota de impuestos, no se les consultaba ni sobre los gastos ni sobre los ingresos públicos. En el pasado no había habido mayores objeciones al recaudar fondos públicos para gastarlos dentro de América, en obras públicas, caminos, servicios sociales y defensa. Pero ahora la intención era desviarlos en interés de la metrópoli , en particular para hacer que los contribuyentes pagaran las guerras de España en Europa. A partir de 1765 la resistencia a la tributación fue constante y en algunos casos violenta. Y mientras, desde 1779, España empezó a presionar con más fuerza para financiar su guerra con Gran Bretaña, por lo que la oposición se hizo más desafiante; en el Perú de 1780 los motines de los criollos sólo fueron superados por la rebelión India; y en 1781 en Nueva Granada los contribuyentes mestizos -los comuneros- sorprendieron a las autoridades por la violencia de su protesta. Menos espectacular pero más implacable fue la oposición procedente de los cabildos, las únicas instituciones donde estaban representados los intereses de los criollos. Aquí también se impuso el control borbónico cuando los intendentes despertaron a las municipalidades de su antigua inercia. Las finanzas de los cabildos se mejoraron y sus energías fueron dirigidas a las obras públicas y a los servicios. Pero el precio pagado por esas ganancias era alto: como los agentes reales sujetaban a los cabildos a una supervisión cada vez más estrecha, desde la década de 1790 provocaron en ellos una inesperada oposición, y los concejales empezaron a exigir el derecho, no sólo de cobrar impuestos, sino también de controlar los gastos.

Los planificadores intentaron aplicar la nueva presión fiscal a una economía expansiva y controlada. Entre 1765 y 1776 desmantelaron la restrictiva armazón del comercio colonial y abandonaron reglas seculares. Bajaron las tarifas, abolieron el monopolio de Cádiz y de Sevilla, abrieron libres comunicaciones entre los puertos de la península y los del Caribe y del continente, y autorizaron el comercio intercolonial. Y en 1778 el comercio libre, como así se le llamaba, entre España y América se había ampliado hasta incluir a Buenos Aires, Chile y Perú, y en 1789 a Venezuela y México. Todo esto, combinado con la ampliación de la libre trata de esclavos desde 1789, el permiso para comerciar con colonias extranjeras desde 1795, y en navios neutrales desde 1797 (renovado periódicamente), amplió grandemente el comercio y la navegación entre Hispanoamérica y Europa. Los beneficios enviados desde América a España aumentaron desde 74,5 millones de reales en 1778 a 1.212,9 en 1784. Es cierto que España seguía dependiendo de las más avanzadas economías de Europa occidental en lo que respecta a las mercancías y a la navegación, e incluso para mantener abiertas las rutas. Aun así, indudablemente se benefició del alza en el volumen y valor del comercio colonial, de la remisión de mayores excedentes a la metrópoli, públicos y privados, y de mejores oportunidades de exportación para las mercancías españolas.

¿Fue esto un anticipo de la emancipación? ¿Una liberalización

del comercio transatlántico? ¿Una política de desarrollo para Hispanoamérica? Ninguna de esas cosas. El comercio libre es uno de los grandes nombres equivocos de la historia. Para los americanos no significó ni comercio ni libertad; por supuesto, después de 1765 gozaron de menos libertad de facto que antes, de la misma manera que ahora estaban sujetos a un monopolio más eficiente y específicamente excluidos de los beneficios de que gozaban los españoles. El decreto de 1765 permitió a los cubanos y a otros habitantes de las Indias occidentales españolas comerciar con España en los mismos términos que los españoles; pero esta concesión no se extendió, al resto del imperio, donde hubiera tenido más significado. Los españoles continuaban monopolizando el comercio y la navegación transatlántica, mientras que los americanos fueron oficialmente confinados al comercio colonial. Esto fue cuidadosamente explicado por José de Gálvez, ministro de Indias, cuando rechazó una petición de dos mercaderes de Cartegena de embarcar mercancias con destino a Cádiz en sus propios navíos: &laqno;Los americanos pueden hacer el comercio entre si de unos puertos a otros, dejando a los españoles de esta Península el activo con ellos». Esta política fue modificada en 1796, pero entonces, en visperas de la larga guerra con Gran Bretaña, era ya demasiado tarde.

El comercio libre tenía además un básico. La economía americana no podía responder con suficiente rapidez a los estímulos externos. Permaneció esencialmente subdesarrollada y falta de inversiones, abierta a las importaciones pero con pocas exportaciones. El resultado era predecible una salida de metales preciosos, uno de los pocos productos de los cuales había una demanda constante en el mercadío mundial. Sólo en un año, 1786, Perú fue inundado con veintidós millones de pesos de importaciones, comparado con el anterior promedio anual de cinco millones. Los mercados de Perú, Chile y el Rio de la Plata estaban saturados y, mientras que esto bajaba los precios para los consumidores, arruinaba a muchos mercaderes locales y drenaba el dinero de las colonias. Hubo quejas en toda Hispanoamérica pidiendo que la metrópoli se refrenara. Sin duda eran lamentaciones de monopolistas incapaces o mal dispuestos para reajustarse a la competencia y a los bajos precios, e inflexibles ante los intereses de los consumidores. Pero otras quejas eran genuinas y desesperadas: eran los gritos de muerte de las indiustrias locales, los obreros de textiles de Quito, el Cuzco y Tucumán, las herramientas de Chile, la vinicultura de Mendoza. Pronto hasta los estribos y los ponchos de los gauchos de las Pampas vendrían de Inglaterra. Éste era el problema crucial -las industrias coloniales sin protección, las manufacturas europeas inundándolo todo, y las economías locales incapaces de absorberlas mediante el incremento de la producción y exportación. La política económica borbónica agravó así la sitúación colonial de Hispanoamérica e intensificó su subdesarrollo. La dependencia económica -la &laqno;herencia colonial»- de Hispanoamérica tuvo sus orígenes, no en la época de inercia, sino en el nuevo imperialismo.

Las manufacturas y productos americanos que copiaban las importaciones europeas se hallaban sin esencial protección gracias a la política borbónica. El Río de la Plata era un ejemplo. Los textiles de Tucumán sufrieron un retroceso ante las importaciones a través de Buenos Aires. La industria vinícola de Mendoza se veía perjudicada por una combinación de elevados impuestos y competencia de España. Mendoza se quejaba de las &laqno;tiranas gabelas», de su situación de &laqno;feudataria de Buenos Aires», y pedía a España que detuviera la exportación de su vino al Rio de la Plata. La petición fue inevitablemente rechazada porque hería a los fundamentos de la economía imperial. Mientras España no pudo utilizar su monopolio con eficacia, especialmente durante las guerras napoleónicas y el bloqueo impuesto por los británicos, los comerciantes extranjeros penetraron para perpetuar la dependencia. México, con una población creciente, prosperidad agrícola y boom minero, consiguió un éxito económico a finales del siglo XVIII. Su producción de plata aumentó continuamente, desde cinco millones de pesos en 1762 hasta la cima de veintisiete millones en 1804. Desde 1800 México producía el 66 por ciento del total mundial de plata, e Hispanoamérica contribuía con el 90 por ciento a la producción mundial. México era ahora una considerable fuente de ingresos para España, enviando un excedente de alrededor de 6,5 millones de pesos al año en el período entre 1800 y 1810. Pero las perspectivas de desarrollo de México eran muy limitadas y las pocas industrias existentes se encontraban en un inminente peligro. En 1810 la producción textil en Querétaro y Puebla, una industria floreciente en el siglo XVIII, sufría una dañosa competencia por las importaciones procedentes de Europa. Este era el significado del nuevo imperialismo. Como el virrey Revillagigedo observaba a su sucesor en México en 1794: &laqno;No debe perderse de vista, que esto es una colonia que debe de depender de su matriz, la España, y debe corresponder a ella con algunas utilidades, por los beneficios que recibe de su protección, y así se necesita gran tino para combinar esta dependencia y que se haga mutuo y reciproco el interés lo cual cesaría en el momento que no se necesitase aquí de las manufacturas europeas y sus frutos». La función de América era producir materias primas. El propio Bolívar lo describió así: &laqno;Los americanos, en el sistema español que está en vigor no ocupan otro lugar en la sociedad que el de los siervos propios para el trabajo, y cuando más, el de simples consumídiores. [... ] ¿Quiere usted saber cuál era nuestro destino? Los campos para cultivar el añil, la grama, el café, la caña, el cacao y el algodón, las llanuras solitarias para criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la tierra para excavar el oro que puede saciar a esa nación avarienta».

La política española creó un dilema de intereses entre los exportadores agrícolas y los manufactureros locales, un conflicto entre libre comercio y protección que fue transferido casi intacto a las nuevas repúblicas. Mientras que la industria pedía vanamente protección, la agricultura buscaba más mercados para la exportación de los que permitiría España. América continuaba excluida del acceso directo a los mercados internacionales, seguía forzada a comerciar sólo con España, seguía desprovista de estímulo comercial para su producción. En Venezuela los grandes terratenientes criollos, señores de vastas haciendas, propietarios de numerosos esclavos, productores de cacao, añil, tabaco, café, algodón y curtidos, tenían permanentemente dificultades por el control español del comercio de importación y exportación. El intendente de Caracas, José Abalos, concluía de ello que &laqno;si S. M. no les concede o les dilata el libre comercio sobre que suspiran no puede contar sobre la fidelidad de estos vasallos». En 1781, 1a Compañía de Caracas, el principal instrumento del monopolio, perdió sus contratos, y en 1789 el comercio libre se extendió a Venezuela. Pero la nueva casta de mercaderes continuaba siendo de españoles o criollos españolistas, y su control del comercio transatlántico le permitía ejercer un dominio completo sobre la economía venezolana, pagando por debajo las exportaciones y sobrecargando las importaciones. Los terratenientes y consumídores criollos pedían más comercio con los extranjeros, denunciaban a los mercaderes españoles como &laqno;opresores», atacaban la idea de que el comercio existiera &laqno;para sólo el beneficio de la metrópoli», y se agitaban contra lo que llamaban en 1797 &laqno;el espíritu de monopolio de que están animados, aquel mismo bajo el cual ha estado encadenada, ha gemído y gime tristemente esta Provincia.»

El Río de la Plata, como Venezuela, experimentó su primer desarrollo económico en el siglo XVIII cuando surgió un incipiente interés ganadero, dispuesto a ampliar la exportación de cueros y otros productos animales a los mercados del mundo. Desde 1778 las casas mercantiles de Cádiz con capital y contactos se aseguraron un firme control del comercio de Buenos Aires y se interpusieron entre el Río de la Plata y Europa. Pero en la década de 1790 fueron desafiados por mercaderes porteños independientes, que buscaban concesiones de trata de esclavos y a la vez permisos para exportar cueros. Empleaban sus propios barcos y capitales, y ofrecían mejores precios por los cueros que los mercaderes de Cádiz, liberando a los estancieros del dogal del monopolio. Los estancieros formaban un tercer grupo de presión, hasta entonces pequeño y poco brillante, pero aliado de los mercaderes criollos contra los monopolistas españoles. Esos intereses porteños tenían portavoces como Manuel Belgrano, Hipólito Vieytes y Manucl José de Lavardén. Belgrano era secretario del consulado, que convirtió en un foco del ponsamiento económico liberal. Lavardén, hijo de un funcionario colonial, hombre de letras, estanciero de éxito, cuya esencial moderación otorgaba mayor fuerza a sus opiniones, redujo el programa económico de los reformadores porteños a cuatro peticiones básicas: comerciar directamente con todos los países, obteniendo así importaciones de fuentes más baratas; poseer una marina mercante propia e independiente; exportar los productos del país sin restricciones; expansionar la agricultura y la ganadería mediante la distribución de la tierra a condición de que el que la reciba trabaje la concesión. La coherencia de este programa puede ser engañosa. Los intereses económicos en América no eran homogéneos: habia conflictos entre las distintas colonias y en el seno de las mismas. Y la emancipación no era simplemente un movimiento por la libertad de comercio. Pero si había una idea uníversal, era el deseo de un gobierno que cuidara de los intereses americanos aunque se limitara a proteger la libertad y la propiedad. Los americanos eran cada vez más escépticos sobre la posibilidad de que España se lo pudiera proporcionar.

La segunda conquista de América se vio reforzada por las continuas oleadas de inmigración procedentes de la península, con burócratas y comerciantes que llegaban en tropel en busca de un nuevo mundo, digno de los españoles, donde continuaban siendo preferidos en la alta administración, y donde el comercio libre favorecía a los monopolistas peninsulares. El decreto de 1778 fue la señal de una inmigración renovada y de un nuevo proceso de control. Las firmas de Cádiz y sus subsidiarias entraron en el comercio del Atlántico Sur, y a Buenos Aires llegaron los Anchorena, Santa Coloma, Alzaga, Ezcurra, Martinez de Hoz, agentes de conquista comercial y precursores de la oligarquía argentina. En México, generación tras generación de peninsulares renovaban la presencia española. Durante el período de 1780- 1790 el nível de inmigración desde España a América fue cinco veces más alto que en 1710-1730. Los hispanoamericanos tenían una clara, aunque exagerada impresión de que sus países estaban siendo invadidos por barcos colmados de gachupines y chapetones, que eran los despectivos nombres que daban a los peninsulares. Y la reconquista trajo no sólo más inmigrantes sino un nuevo tipo de inmigrantes. Mientras que en los siglos XVI y XVII la mayor parte de los españoles que llegaban a América procedían del centro y del sur de España, los nuevos conquistadores venían de la España Cantábrica, eran duros, despiadados y avaros, verdaderos productos de su patria. El estadista e historiador mexicano Lucas Alamán describió a esos inmigrantes tal como los recordaba. La mayoría eran jóvenes de humilde origen que iban a &laqno;hacer la América» y eran confiados a un pariente o a un amigo ya establecido, bajo el cual servían como aprendices en el negocio. Era este servicio dificil y pesado; Las jornadas de trabajo eran largas, la supervisión del patrono exigente, y la vida frugal, porque las ganancias del aprendiz se le retenían para él, posiblemente se casaba dentro de la firma o con el tiempo le entregaban los salarios más los intereses para poner en marcha su propio negocio. Los productos de este sistema formaron una seria y próspera clase empresarial, activa en el comercio y la minería, y reforzada constantemente desde la península, porque los hijos criollos habitualmente no seguían la vocación paterna, prefiriendo la vida del terrateniente aristócrata. Alamán describe la culminación de esa carrera de éxitos: &laqno;Con la fortuna y el parentesco con las families respetables de cada luger, venía la consideración, los empleos municipales y la influencia, que algunas veces degeneraba en preponderancia absoluta». Desde este punto de vista la revolución por la independencia puede interpretarse como una reacción americana contra una nueva colonización, un mecanismo de defensa puesto en movimiento por la nueva invasión española del comercio y los cargos oficiales.

España no se fiaba de los americanos para los cargos de responsabilidad política; los españoles peninsulares continuaban siendo preferidos para los altos cargos oficiales, al igual que para el comercio transatlántico. Algunos criollos poseían grandes fortunas, basadas principalmente en la propiedad de la tierra y en algunos casos en las minas. Pero la mayor parte tenían sólo una renta moderada; eran hacendados emprendedores, administrodores de grandes fincas o de minas, negociantes locales; o se ganaban melamente la vida en profesiones liberales, como la saturada profesión legal. La primera genereción de criollos sentía la mayor presión, porque sufría el reto inmediato de la nueva oleada de inmigrantes. De este modo un cargo era para el criollo una necesidad, no un lujo. Es cierto quc en el curso del siglo XVIII muchos criollos educados hicieron carrera, o se les permitió comprar cargos en las audiencias, la Iglesia y la alta jerarquía militar, pero normalmente se les enviaba fuera de su patria, y en la segunda mitad del siglo se produjo una reacción española contra esos avances. De los ciento setenta virreyes en América antes dc 1813 sólo cuatro eran criollos; y en las visperas de la revolución en México había solamente un obispo criollo. En general los criollos quedaban confinados en los cargos menores y en las parroquias apartadas. El nuevo imperialismo aumentó su frustración y resaltó su situación subordinada. Ignacio Flores, presidente de Charcas, fue atacado por el virrey y la burocracia española cuando armó una unidad mestiza durante los motines de 1785; estaba convencido que su crimen principal era que &laqno;como criollo amo a este pueblo». Gradualmente los americanos empezaron a pedir no sólo más cargos, sino cargos más elevados en sus propios países y la exclusión de los españoles. Así, el tradicional antagonismo de los dos grupos se agravó por la nueva colonización: &laqno;El europeo más miserable, sin educación y sin cultivo intelectual, se cree superior a los blancos nacidos en el nuevo continente». En el Río de la Plata, Félix de Azara registraba que la aversión mutua era tan grande que a veces se daba entre padre e hijo, marido y mujer. En México, Alamán estaba convencido de que este antagonismo era la causa de la revolución por la independencia:

Si a esta preferencia en los empleos políticos y beneficios eclesiásticos, que ha sido el motivo principal de la rivalidad entre ambas clases, se agrega el que, como hemos visto, los europeos poseían grandes riquezas, que aunque fuesen el justo premio del trabajo y la industria, excitaban la envidia de los americanos y eran consideradas por éstos como otras tantas usurpaciones que les habían hecho; que aquellos con el poder y la riqueza eran a veces más favorecidos por el bello sexo, proporcionándose más ventejosos enlaces; que por todos estos motivos juntos, habían obtenido una prepotencia decidida sobre los nacidos en el país; no será difícil explicar los celos y rivalidad que entre unos y otros fueron creciendo, y que terminaron por un odio y enemistad mortales.

Las esperanzas americanas, nutridas durante la época de inercia, fueron sofocadas por el nuevo imperialismo. El retroceso fue duro pero resultó irreal, debido a la superioridad demográfica de los criollos. Había una diferencia obvia entre la primera conquista y la segunda. La primera fue la conquista de los indios; la segunda, un intento de controlar a los criollos. Era una batalla perdida, porque los criollos aumentaban constantemente su número. En el siglo XVI, alrededor de 1570, había de 115.000 a 120.000 blancos en Hispanoamérica, de los cuales un poco más de la mitad habían nacido en España. A principios del siglo XIX, de una población total de 16,9 millones había 3,2 millones de blancos, y de éstos sólo 150.000 eran peninsulares. Esta minoría no podía esperar mantener indefinidamente el poder político. A despecho del aumento de la inmigración, los hechos de la población estaban en contra suya: los criollos dominaban ahora a los peninsulares en un 90 o 95 por ciento. En tales términos la independencia tenía una inevitabilidad demográfica y simplemente fue la derrota de la minoría por la mayoría. Pero había algo más que números. La hostilidad social de los americanos hacia los españoles tenía matices raciales. Los peninsulares eran blancos pures, con un sentido de la superioridad nacido de su color. Los americanos eran más o menos blancos; de hecho muchos de ellos eran morenos, de labios gruesos y piel áspera, casi como describe al propio Bolivar su edecán irlandés, el general O'Leary. Odiaban a los superblancos españoles y también ellos querían ardientemente ser considorados blancos. Humboldt observó esa conciencia de raza: &laqno;[...] en América, la piel, más o menos blanca, decide de la clase que ocupa el hombre en la sociedad». Eso explica la obsesión por la minuciosa definición de la gradación racial -zambo prieto era siete octavos negro y un octavo blanco- y la ansiedad de las familias sospechosas en probar su blancura acudiendo incluso al litigio y teniendo que quedar satisfechas a veces con la declaración del tribunal de &laqno;que se tenga por blanco».

Las sociedades coloniales estaban compuestas , en variadas proporciones, de una gran masa de indios, un menor número de mestizos y una minoría de blancos. La base India de esta vasta pirámide era amplia en Perú, México y Guatemala, menor en Río de la Plata y Cihile. Pero en casi todas partes los indios eran un pueblo conquistado, obligado a vivir en una situación social inferior, sujeto a tributos así como a servicios públicos y personales. En toda Hispanoamérica, pero sobre todo en el norte de Sudamérica y en el Perú costero, los esclavos negros eran un superpuesto, del cual descendían negros libres y mulatos, a veces llamados pardos o castas. La situación social de los pardos era incluso peor que la del otro grupo mezclado, el de los mestizos, productos de la unión hispanoindia. El pardo era despreciado por su origen esclavo y por su color; una legislación discriminatoria le prohibía acceder a los símbolos de la situación social de los blancos, incluida la educación; estaba confinado en los oficios bajos y serviles en las ciudades y en los trabajos de peonaje en el campo; y su origen en la unión de blanco y negrro era considerado tan monstruoso que se le comparaba a la naturaleza del mulo, de donde viene el nombre de mulato. Un español podía casarse con una mestiza, pero raramente lo hacía con una mulata; los mulatos y los indios eran considerados seres inferiores con los que ni siquiera sus iguales sociales como los blancos pobres y los mestizos querían matrimonio. Las distinciones raciales formaban una parte, aunque no exclusiva, de las definiciones de clase. &laqno;Las estratificaciones sociales coloniales estaban basadas en una graduada serie de posiciones abiertamente llamadas castas por los funcionarios coloniales, que estaban determinadas por diferencias reciales, económicas y sociales.» Fuere cual fuere el grado de factores culturales y raciales en la determinación de la estructura social, la sociedad colonial estaba marcada por una rígida estratificación; era una sociedad de castas, aunque sin sanción religiosa y al menos con posibilidad de movilidad. Era esta posibilidad lo que alarmaba a los blancos.

Los criollos eran muy conscientes de la presión social que venía de abajo, y se esforzaban en mantener a la gente de color a distancia. Los prejuicios de raza crearon en América una ambivalente actitud hacia España. En partes de Hispanoamérica la revuelta de los esclavos era una posibilidad tan absesionante que los criollos no estaban dispuestos a abandonar a la ligera la protección del gobierno imperial. Fue ésta la principal razón por la cual Cuba permaneció al margen de la causa de la independencia. Por otro lado, el segundo imperio introdujo un elemento de movilidad social, al menos en la política de la metrópoli. Se permitió a los pardos entrar en la milicia. Pudieron también comprar la blancura legal mediante la adquisición de las cédulas de gracias al sacar. Mediante la ley del 10 de febrero de 179S se ofreció a los pardos dispenso de la situación social de infame: algunos solicitantes afortunados fueron autorizados a recibir educación, casarse con blancos(as), tener cargos públicos y recibir las órdenes sagradas. Esta movilidad la estimulaba el gobierno imperial por propios motivos. Los motivos no eran enteramente fiscales -conseguir dinero de la venta de blancura- porque el sistema no suponía un gran ingreso potencial; ni eran puramente humanitarios, comparables con la lucha por la justicia en la primera conquista. La política era básicamente el reconocimiento de un hecho: que los pardos crecían en número aunque sufrían flagrantes injusticias y era necesario aliviar la tensión de la situación. La política era también quizá parte del programa económico de la metrópoli y un aspecto de su ataque al poder aristocrático y a la independencia. Incrementando la movilidad social se reforzaría la élite blanca con una clase ambiciosa y económicamente motivada; ésta simultáneamente subvertiría los aristocráiticos ideales de honor y situación social y realzaría los valores empresariales. El resultado fue desdibujar la linea entre blancos y castas, y permitir que muchos que no eran claramente ni indios ni negros fueran considerados como social y culturalmente españoles. La ironía reside en que este liberal ataque contra los valores señoriales terminó por robustecerlos, con el resultado de que fueron heredados por los estados independientes en una forma aún más dura.

Porque los blancos reaccionaron ásperamente contra estas concesiones. Su preocupación se notaba en su creciente exclusivismo y en su sensibilidad más delicada en cuestiones dc raza. En el Río dc la Plata, según Concolorcorvo, las principales familias dc Córdoba &laqno;son muy tenaces en conservar las costumbres de sus añtepasados. No permiten los esclavos, y aun a los libres que tengan mezcla de negros, usen otra ropa que la que se trabaja en el país, que es bastantemente grosera». En las iglesias parroquiales, blancos y castas figuraban en registros separados de nacimientos, matrimonios y muertes, lo quc hizo de la Iglesia una de las guardianes de la pureza racial; desde luego era práctica de los blancos bautizar a sus hijos en casa, en la creencia de que &laqno;bautizarse en la iglesia era cosa de indios y mulatos». En Nueva Granada los criollos consideraban los términos mestizo, mulato y zembo como insultantes, y se aferraban a sus privilegios como importantes distinciones de clase en un momento en que la corona aumentaba su criticismo hacia los fueros y quería reducirlos. Los tribunales se veían inundados de peticiones de declaraciones de blancura, con solicitantes que rechazaban afirmaciones como &laqno;no es más que un pobre mulato», y que buscaban certificados de &laqno;no pertenecer a la clase de mestízos ni tener otro defecto» Igualmente los mestizos trataban de ser declarados mestizos, no indios, y por ello libres de tributar y mejor sítuados para aprovecharse de la movilidad social y de la posíbilidad de pasar por blancos. Pero fue Venezuela, con su economía dc plantaciones, mano de obra esclava y numerosos pardos ­juntos formaban el 61 por ciento de la población­, quien ínició el rechazo de la política social del segundo imperio y estableció el clima de la revoluaón venidera.

La aristocracia venezolana, un relativamente pequeño grupo de terratenientes y comerciantes blancos, resistió ferozmente el avance de la gente de color, rechazó la nueva ley de esclavos, protestó contra las cédulas de gracias al sacar, y se opuso a la educación popular. Según el cabildo de Caracas, las leyes de Indias &laqno;no quieren que [los pardos] vivan sin amos, aun siendo libres». La situación llegó a una crisis en 1796, cuando se garantizó un nivel social mejor a un pudo, el doctor Diego Mejías Bejarano; fue dispensado de la calidad de su color Pardo», y a sus hijos se les permitió vestir como blancos, casarse con blancas, obtener cargos públicos y entrar en el sacerdocio. El cabildo de Caracas protestó contra lo que llamaba &laqno;esa amalgama de blancos y pardos» y concluia:

La abundancia de Pardos que hay en esta Provincia, su genio orgulloso y altanero, el empeño que se nota en ellos por igualarse con los blancos, exige por máxima de política, que Vuestra Majested los mantenga siempre en cierta dependencia y subordinación a los blancos, como hasta aquí: de otra suerte se harán insufribles por su altanería y a poco tiempo querrán dominar a los que en su principio han sido sus Señores.

La política conduciría, insistían, a &laqno;la subversión del orden social, el sistema de anarquía, y se asoma el origen de la ruina y pérdida de Los Estados de américa donde por necesidad han de permanecer sus vecinos y sufrir y sentir las consecuencias funestas de este antecedente». La corona repudió esos argumentos y ordenó a sus funcionarios jurídicos aplicar la cédula. Pero cuando, en 1803, Mejías intentó que su hijo entrara en la universidad de Caracas, ésta se resistió, pretextando que &laqno;se arruinó eternamente nuestra Universidad [...] Los hijos legítimos de V. M. serían sumergidos en el hondo abismo de la barbarie y de la confusión mientras la posteridad africana, una vergonzosa descendencia de esclavos t...] ocuparían nuestro lugar».

En México también la situación social era explosiva y los blancos fueron siempre conscientes del resentimiento de indios y castas. Alamán describe a los indios mexicanos como &laqno;una nación enteramente separada; ellos consideraban como extranjeros a todo lo que no era ellos mismos, y como no obstante sus privilegios eran vejados por todas las demás clases sociales, a todas las miraban con igual odio y desconfianza». En 1799 Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán, analizaba la profunda división en la sociedad mexicana:

Indios y castas se ocupan en los servicios domésticos, en los trabajos de la agricultura y en los ministerios ordinarios del comercio y de las artes y oficios. Es decir, que son criados, sirvientes o jornaleros de la primera clase. Por consiguiente resulta entre ellos y la primera clase aquella oposición de intereses y de afectos que es regular entre los que nada tienen y los que lo tienen todo, entre los dependientes y los señores. La envidia, el robo, el mal servicio de parte de los unos; el desprecio, la usura, la dureza de parte de los otros. Estas resultas son comunes hasta cierto punto en todo el mundo. Pero en América suben a muy alto grado, porque no hay graduaciones o medianas; son todos ricos o miserables, nobles o infames.

La cólera reprimida de las masas mexicanas estalló en 1810 en una violenta revolución social, que demostró a los criollos lo que sospechaban desde hacia mucho tiempo: que en último análisis eran ellos los guardianes del orden social y de la herencia colonial.

De este modo, los criollos perdieron confianza en el gobierno borbónico y empezaron a dudar de que España quisiera defenderlos. Su dilema era real. Estaban atrapados entre el gobierno imperial y las masas populares. El gobierno les consentía privilegios pero no el poder de defenderse; las masas que se resentían ante los privilegios podían intentar destruirlos. En esas circunstancias, cuando la monarquía sufrió un colapso en 1808, los criollos no podían permitir que se prolongara el vacío político; actuaron rápidamente para anticiparse a la rebelión popular. &laqno;Tuvieron que coger la oportunidad de la independencia no sólo para tomar el poder de España, sino, sobre todo, para impedir que lo hicieran los pardos». Bolívar estaba aterrado por el dilema, consciente de que sobreviviría a la independencia: &laqno;Un inmenso volcán está a nuestros pies. ¿Quién contendrá las clases oprimidas? La esclavitud romperá el fuego: cada color querrá el dominio».

La segunda conquista de América sufrió un colapso cuando la propia España fue conquistada por los ejércitos de Napoleón. Pero la estrategia borbónica ya había sido subvertida desde dentro y se había convertido en víctima de sus propias contradicciones. Los planificadores de Madrid no habían previsto las consecuencias de sus acciones o anticipado las respuestas coloniales. Las necesidades inmediatas de la metrópoli frustraron el desarrollo económico de las colonias, única esperanza para el futuro; la legislación social y laboral le enajenó la clase de la cual España dependía para gobernar América; y en último análisis al nuevo imperialismo le faltaba sanción militar. En gran medida, la política borbónica era un error de cálculo, sin relación con el tiempo, la gente y el lugar. Y su liberalismo social y racial, o liberalismo relativo, era impotente para imponerse -era una especie de ilustración sin despotismo-, provocando a los privilegiados sin proteger a los pobres. Esto produjo unas respuestas americanas que sobrevivieron al régimen colonial, una dura actitud hacia los trabajadores, la raza y la clase, que dejó una impronta en las nuevas naciones para las generaciones venideras.

De los nuevos conquistadores se puede decir como epitafio que vinieron demasiado tarde, vieron poco claro y vencieron por poco tiempo.

3. El nacionalismo incipiente.

Poder político, orden social: ésas eran las exigencias básicas de los criollos. Pero, incluso aunque España hubiera querido y podido responder a sus necesidades, los criollos no hubieran estado satisfechos mucho tiempo. Las peticiones de cargos públicos y de seguridad expresaban una conciencia más profunda, un desarrollado sentido de la identidad, una convicción de que los americanos no eran españoles. Este presentimiento de nacionalidad sólo podía encontrar satisfacción en la independencia. Al mismo tiempo que los americanos empezaban a negar la nacionalidad española se sentían conscientes de las diferencias entre si mismos, porque incluso en su estado prenacional las distintas colonias rivalizaban entre si por sus recursos y sus pretensiones. América era un continente demasiado vasto y un concepto demasiado vago como para atraer la lealtad individual. Sus hombres eran primeramente mexicanos, venezolanos, peruanos, chilenos, y era en su verdadero país, no en América, donde encontraban su patria. Este sentido de la identidad, desde luego, se limitaba a los criollos, e incluso éstos eran conscientes de una ambigüedad en su posición. Como Bolivar recordó:

[...] no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento, y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títuios de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores [españoles]; asi, nuestro caso es el más extraordinario y complicado.

Hasta donde había una nación era una nación criolla, porque las castas tenían sólo un oscuro sentido de la nacionalidad, y los indios y negros ninguno en absoluto.

Las concticiones en el periodo colonial favorecían la formación de unidades regionales distintas unas de otras. Las divisiones administrativas españolas propiciaron la estructura política de la nacionalidad. El imperio estaba dividido en unidades administrativas -virreinatos, capitanías generales, audiencias-, cada una de las cuales tenía una maquinaria burocrática y un jefe ejecutivo. Estas divisiones basadas en las regiones preespañolas, promovían más bien el regionalismo y un sentido de arraigo local. Y después de 1810 fueron adaptadas como armazón territorial de los nuevos estados, bajo el principio de uti possidetis, o, como exponía Bolívar: &laqno;la base del derecho público que tenemos reconocido en América. Esta base es que los gobiernos republicanos se fundan entre los límites de los antiguos virreinatos, capitanías generales, o presidencias»."

La naturaleza reforzó las divisiones impuestas por el hombre. Améria era un conglomerado de países. ¿No había una gran diferencia entre las pampas del Río de la Plata y el altiplano del Alto Perú, entre el campo chileno y Las plantaciones de la costa de Venezuela, entre la economía agrícola de Nueva Granada y Las zonas mineras de México y Perú, entre el gaucho, el llanero, el cholo y el inquilino? La dificultad de las comunicaciones separaba más cada colonia de la otra. Los Borbones mejoraron los caminos, los servicios postales y las comunicaciones marítimas del imperio, pero los obstáculos naturales, los formidables ríos, llanuras y desiertos, las inpenetrables selvas y montañas de América eran demasiado grandes para vencerlas. Los viajes eran largos y lentos. Se tardaba cuatro meses por mar entre Buenos Aires y Acapulco, y el regreso era todavía más lento. El viaje por tierra desde Buenos Aires a Santiago, cruzando pampas y cordilleras, costaba dos agotadores meses. Si alguien era lo bastante temerario para viajar desde Buenos Aires a Cartagena por tierra se enfrentaba con un viaje a caballo, mula, carros y transportes fluviales vía Lima, Quito y Bogotá, que le tomaba nueve meses. El aislamiento regional ayudó a sofocar la unidad americana y a promover el particularismo.

El regionalismo se reforzó debido a las divisiones económicas. Algunas colonias disponían de excedentes agrícolas y mineros para exportar a otras y quebrantaron las barreras legales puestas al comercio intercolonial. Cuando esas barreras fueron oficialmente levantadas, a partir de 1765, el gobierno imperial estimuló el comercio interamericano, pero no pudo realizar la integración económica. Chile se resentía de su dependencia del Perú, realmente el único mercado para su trigo. Buenos Aires competía con Lima por el mercado del Alto Perú. Perú se dolía amargamente por la pérdida del Potosí, pasado a Río de la Plata en 1776, y se oponía a la obligación de proporcionar indios de la mita para continuar los trabajos en las minas. Buenos Aires a su vez se convirtió en una especie de metrópoli, que controlaba las comunicaciones fluviales, canalizando todo el comercio hacia sí misma y despertando la hostilidad de sus satélites, la Banda Oriental y el Paraguay. Estas rivalidades económicas tenían un doble significado. En primer lugar, los virreyes y otros funcionarios, españoles o criollos, asumieron la posición regionalista de su colonia y la apoyaron contra sus rivales. En segundo lugar, aunque pudiera parecer que el nacionalismo colonial se definía menos contra España que contra otras colonias, en realidad los americanos habían aprendido la lección de que sus intereses económicos tenían pocas posibilidades de encontrar una audiencia imparcial en el gobierno imperial, que las rivalidades interregionales eran consecuencia inevitable del dominio colonial, y que necesitaban un control independiente sobre su propio destino. Y después de 1810 cada país bascaría su solución individual e intentaría resolver sus problemas económicos estableciendo relaciones con Europa o los Estados Unidos sin preocuparse de sus vecinos.

El nacionalismo incipiente también alcanzó cierto grado de cxpresión política. Éste era el significado de la irreprimible exigencia americana de cargos públicos, una exigencia que probablemente tenía más que ver con razones de prestigio que con la política. Pero era una nueva evidencia de una presunción cada vez más fuerte: que los americanos eran diferentes de los españoles. En 1771, el cabildo de la ciudad de México proclamó que los mexicanos deberían tener derecho exclusivo a ocupar cargos públicos en su país. Los americanos, decían, están educados y cualificados para ocupar cargos públicos, y tienen un derecho de prioridad sobre los españoles, que son extranjeros en México. Verdaderamente, españoles y mexicanos eran súbditos del mismo soberano y como tales miembros del mismo cuerpo político, pero, argüían, &laqno;en cuanto a provisión de oficios honoríficos se han de contemplar en estas partes extranjeros los españoles europeos, pues obran contra ellos las mismas razones por que todas las gentes han defendido siempre el acomodo de los extraños».

¿Cuáles eran las fuentes intelectuales del nuevo americanismo? Las ideas de los philosophes franceses, su crítica de las instituciones sociales, políticas y religiosas contemporáneas, eran conocidas por los americanos aunque no fueran aceptadas indiscriminadamente. La literatura de la ilustración circulaba en Hispanoamérica con relativa libertad. En México tenían un público Newton, Locke, Adam Smith, Descartes, Montesquieu, Voltaire, Diderot, Rousseau, Condillac y D'Alembert. Entre los lectores se podían encontrar virreyes y otros funcionarios, miembros de las clases profesional y de negocios, personal universitario y eclesiástico. La inundación alcanzó su culminación en la década de 1790, y a partir de entonces la Inquisición mexicana empezó a actuar, menos alarmada por la heterodoxia religiosa que por el contenido político de la nueva filosofía, que era considerada sediciosa , &laqno; contraria a la quietud de los Estados y Reynos», llena de &laqno;principios generales sobre la igualdad y libertad de todos los hombres», y en algunos casos vehículo de las noticias de &laqno;la espantosa revolución de Francia que tantos daños ha causado». Pero el nuevo movimiento intelectual no era un asunto que dividiera a los criollos de los españoles, ni era un ingrediente esencial de la independencia. Poseer un libro no significaba necesariamente aceptar sus ideas. A los lectores americanos a menudo los movía sólo la curiosidad intelectual; querían saber lo que pasaba en el mundo entero; se resentían por los intentos oficiales de mantenerlos en la ignorancia; y daban la bienvenida a las ideas contemporáneas como instrumentos de reforma, no de destrucción. Es cierto que algunos criollos cultos eran algo más que reformadores; eran revolucionarios. En el norte de Sudamérica, Francisco de Miranda, Pedro Fermín de Vargas, Antonio Nariño y el joven Simón Bolivar eran todos discípulos de la nueva filosofía, ardientes buscadores de la libertad y felicidad humanas. En el Río de la Plata el virrey Avilés observó &laqno;algunas señales de espíritu de independencia», que atribuía precisamente al excesivo contacto con los extranjeros. Manuel Belgrano conocía muy bien el pensamiento de la Ilustración. Mariano Moreno era un admirador entusiasta de Rousseau, cuyo Contrato social editó en 1810 &laqno;para instrucción de los jóvenes americanos».

Estos hombres eran todos auténticos precursores de la independencia; pero eran una pequeña élite e indudablemente avanzada con respecto a la opinión criolla. La gran masa de los americanos tenían muchas objeciones contra el régimen colonial, pero éstas eran más pragmáticas que ideológicas; en último análisis, la gran amenaza contra el imperio español procedía de los intereses americanos más que de las ideas europeas. Suponer que el pensamiento de la ilustración hizo revolucionarios a los hispanoamericanos es confundir causa y efecto. Algunos eran ya disidentes; por esa razón buscaban en la nueva filosofía más inspiración para sus ideales y una justificación intelectual para la revolución venidera. Aunque la ilustración tuvo un importante papel en Hispanoamérica, sin embargo este papel no fue una &laqno;causa» originaria de la independencia. Más bien fue un movimiento de ideas procedente de la ilustración a través del movimiento revolucionario en las nuevas repúblicas, donde equéllas se convirtieron en un ingrediente esencial del liberalismo latinoamericeno. Y a fin de cuentas los americanos recibieron de la ilustración no tanto nuevas informaciones e ideas como una nueva visión del conocimiento, iuna preferencia por la razón y la experimentación como opuestas a la autoridad y a la tradición. Este fue un potente aunque intangible desafío al dominio español.

La Ilustración se destacó más a la luz de las revoluciones en Norteamérica y en Francia. De estos dos grandes movimientos liberadores, el modelo francés fue el que menos atrajo a los hispanoamericanos. Esta reacción no se basaba en la ignorancia, sino en el interés. El gobierno español, es verdad, intentaba impedir que las noticias y la propaganda francesa llegaran a sus súbditos, pero las barreras fueron vulneradas por una invasión de literatura revolucionaria en España y en América. Algunos leían el nuevo material por curiosidad. Otros reconocían instintivamente su hogar espiritual, abrazando los principios dc libertad y aplaudiendo los derechos del hombre. La igualdad era otra cosa. Situados como estaban entre los españoles y las masas, los criollos querían más iguablad para sí mismos y menos igualdad para sus inferiores. En 1791 la colonia francesa de la isla de Santo Domingo había sido escenario de una feroz revuelta de esclavos, y en 1804 generales negros y mulatos, proclamaron un nuevo estado independiente, Haití. Como la violencia se extendió tesde Haití hasta las masas de esclavos de Venezuela, los propietarios blancos rechazaron con horror las doctrines révolucionarias que podían así inflamar a sus servidores. A medida que la Revolución francesa se fue radicalizando y fue mejor conocida, menos atraía a la aristocracia criolla. Se les presentó como un arquetipo de democracia extrema y de anarquía social; e incluso liberales como el mexicano José Luis Mora llegaron a pensar que Hispanoamérica no tenía nada que aprender de la Revolución francesa, que había atacado, no promovido, la libertad individual y los derechos civiles. En cuanto a Napoleón, el instigador de la crisis en el mundo hispánico en 1808, para los americanos no representaba a ningún interés nacional, sino al imperialismo francés.

La influencia de Estados Unidos fue más benéfica y más duradera. En los años antes y después de 1810 la propia existencia de los Estados Unidos excitó la imaginación de los hispanoamericanos, y su encarnación de libertad y republicanismo colocó un poderoso ejemplo ante sus ojos. Las obras de Tom Paine, los discursos de John Adams, Jefferson y Washington circulaban en Hispanoamérica. Muchos de los precursores y líderes de la independencia visitaron los Estados Unidos y conocían sus libres instituciones de primera mano; Bolívar era de antiguo admirador de Washington y un envidioso partidario de los Estados Unidos, &laqno;el trono de la libertad y el asilo de las virtudes», como lo describía. Las relaciones económicas forjaron más vínculos. El comercio de Estados Unidos con Hispanoomérica, primero con el Caribe, luego, después de la desintegración del monopolio español durante las guerras napoleónicas, con el Río de la Plata y la costa del Pacífico, era un canal no sólo para mercancías y servicios sino también para libros e ideas. Ejemplares de la Constitución Federal y de la Declaración de Independencia, convenientemente traducidas al español, fueron introducidos en la zona por comerciantes norteamericanos cuyas opiniones liberales coincidían con sus intereses en desarrollar un mercado libre del monopolio español. Después de 1810 los estadistas hispanoamericanos se guiarban por la experienda republicana de su vecino del norte. Las constituciones de Venezuela, México y otras partes imitaron muy fielmente la de los Estados Unidos, y muchos de los nuevos líderes -aunque no Bolívar- estuvieron profundamente influidos por el norteamericano.

La influencia de los Estados Unidos, como la de Europa, es difícil de medir. Aunque desempeñara un papel secundario en la educación polícica de los hispanoamericanos, fue significativa porque, como la Ilustración, ayudó a abrir sus espíritus. Esa nueva visión la aplicaron desde entonces a su propio medio. En el curso del siglo XVIII los hispanoamericanos empezaron a redescubrir su tierra en una original literatura americana. Su patriotismo era americano, no español, regional más que continental, porque cada uno de los países tenía su identidad, observada por sus gentes y glorificada por sus escritores. Los intelectuales criollos en México, Perú y Chile expresaban y nutrían una nueva conciencia de patria y un mayor sentido de exclusivismo, porque, como observaba el Mercurio Peruano, &laqno;más nos interesa saber lo que pasa en nuestra nación». Entre los primeros en dotar de expresión cultural al &laqno;americanismo» estaban los jesuitas criollos expulsados de su tierra natal en 1767, que se convirtieron en el exilio en los precursores literarios del nacionalismo americano.

Hasta cierto punto era esa una literatura de la nostalgia. El jesuita chileno Manuel Lacunza se imaginaba a sí mismo comiendo su plato chíleno favorito, mientras que Juan Ignacio Molina estaba sediento de las centelleantes aguas de la cordillera. El mexicano Juan Luis Maneiro imploraba al rey de España que le permitiera morir en el apatrio suelo»:

Quisiéramos morir bajo aquel cielo
que influyó tanto a nuestro ser humano.

Pero el patriotismo de los jesuitas americanos iba más allá de los sentimientos personales. Escribían para desvanecer la ignorancia europea de sus países, y en particular para destruir el mito de la inferioridad y degeneración de hombres, animales y vegetales en el Nuevo Mundo, un mito propagado por muchas obras antiamericanas de mediados del siglo XVIII. Buffon sostenía quc la inmadurez americana se observaba en el puma, que era más cobarde que el león; De Pauw alegaba que los indios mexicanos sólo podían contar hasta tres; Raynal se refería a la decrepitud americana e incluso censuró a América por la &laqno;excesiva altitud de las montañas del Perú». Para replicarles, los exiliados describieron la naturaleza y la historia de sus países, sus riquezas y cualidades, produciendo para ello tanto obras de erudición como de literatura. Juan Ignacio Molina, el jesuita chileno, escribió un gran estudio de la geografía y la historia de Chile, de sus riquezas minerales, vegetales y animales, cuyo es-píritu científico llamó la atención en Europa. Molina tenía una clara inclinación pro-criolla y defendía a sus compatriotas americanos, por los progresos que habían hecho a pesar de su falta de oportunidades y de educación. También fue indianista en sus simpatías. Deplorando la universal ignorancia sobre Chile, señaló: &laqno;la índole, las costum-bres y el armonioso lenguaje de sus antiguos habitantes, yacen tan ignorados como los maravillosos esfuerzos con que han procurado defender su libertad, con tantas batallas como han dado desde el principlo de la conquista hasta nuestros días».

El más elocuente y quizá el más erudito de todos los escritores exi-liados fue Francisco Javier Clavijero, quien comparó su México na-tal con la celestial Jerusalén de las Sagradas Escrituras. La nos-talgia de Clavijero enmascaraba una intención más seria. Intentó realizar un exacto estudio de México, especialmente de su prehis-toria, y sobre la marcha refutar a De Pauw. Era criollo, nacido en Veracruz en 1731, y de joven aprendió los idiomas indios. Su His-toria antigua de México, publicada primeramente en 1780-1781, fue una historia del antiguo México escrita con espíritu científico por un cualificado mexicano para, como decía, &laqno;hacerse útil a su patria». Resalta las diferencias entre México y España, especialmente las dife-rencias étnicas. Sostiene que una nacionalidad mexicana más homo-génea se podría formar por medio de un completo mestizaje: &laqno;No hay duda que habría sido más sabia la política de los españoles, si en vez de conducir a América mujeres de Europa y esclavos de Africa, se hubiesen empeñado en formar de ellos mismos y de los mejicanos, una sola nación por medio de enlaces matrimoniales». La obra de Clavijero circuló no sólo en Europa sino también en México donde el rector de la universidad promovió su distribución. Y fue continuada por Andrés Cavo, que amplió el relato hasta el período colonial. Cavo prologó su estudio con la esperanza de que esta historia &laqno;emprendida por amor a mi patria quizá sea recibida favora-blemente por mis compatriotas». Y también trató del problema de la nacionalidad: &laqno;Si desde la conquista los matrimonios entre ambas naciones hubieran sido promiscuos, con gran gusto de los mejicanos, en el discurso de algunos años, de ambas se hubiera formado una sola nación».

La literatura de los jesuitas exiliados pertenecía más a la cultura hispanoamericana que a la española. Y, si no era aún una cultura &laqno;nacional», contenía un ingrediente esencial del nacionalismo, la con-ciencia del pasado histórico de la patria. Pero la significación de las obras de los jesuitas reside menos en su influencia directa que en la forma en que refleja el pensamiento de otros americanos menos ca-paces de hablar. Los jesuitas eran simplemente los intérpretes de sen-timientos regionalistas que ya habían arraigado en el espíritu crio-llo. Y cuando los propios criollos expresaban su patriotismo habitualmente lo hacían de forma más optimista que los exiliados. El período de preindependencia vio la emergencia de una literatura hiperbólica, en la cual los americanos glorificaban a sus países, en-salzaban sus riquezas y elogiaban a sus gentes. Sin duda había algo de pretencioso en esas obras: su patriotismo era exagerado y su cono-cimiento de otras partes del mundo no era muy notable. Pero era una reacción natural contra los prejuicios europeos y una impor-tante etapa en el desarrollo cultural americano.

En Buenos Aires, el Telégrafo Mercanlil describía al Río de la Plata como &laqno;el país más rico del mundo». Manuel de Salas descri-bía Chile como &laqno;sin contradicción el más fértil de América, y el más adecuado para la humana felicidad», resumiendo el pensamiento de toda una generación de criollos como José Antonio de Rojas y Juan Egaña, que rindieron lírico tributo a su país y afirmaron su patriotismo en literatura. Y en 1810 la palabra patria empezó a significar Chile más que el mundo hispánico en su conjunto. En Nueva Granada, el botánico y patriota Francisco José de Caldas -que fue fusilado por los españoles en 1816- elogió el medio ambiente, los recursos minerales, la fanna de su país y concluía que nada hay mejor situado en el viejo ni en el nuevo Mundo que la Nueva Granada». Las sociedades económicas, que en la década de 1780 se extendieron desde España a América, fueron otro vehículo de americanismo. Su función era estimular la agricultura, el comercio y la industria mediante el estudio y la experimentación, y aunque eran más reformistas que revolucionarias buscaban soluciones americanas para problemas americanos. Una nota patriótica y antiespañola daban las Primicias de la Cultura de Quito de la Sociedad de Quito, editada por Francisco Javier Espejo, que consumió años rebatiendo los prejuicios europeos sobre América y hablaba de una &laqno;nación» que era &laqno;americana».

En Perú las obras de los doctores José Manuel Dávalos e Hipólito Unánue entraron en controversia contra De Pauw y proclamaron las ventejas naturales del país. Hicieron todo lo posible para ello. El médico mulato Dávalos afirmó que &laqno;hay en el Perú un lugar llamado Piura, en donde la sífilis desaparece sólo con la influencia salubre del clima», y que las brisas balsámicas de Miraflores curaban automáticamente las enfermedades del pecho. La Sociedad Académica de Lima fue fundada para estudiar y promover los intereses del Perú, y en particular para editar un nuevo periódico, el Mercurio Peruano. Este era franco en su patriotismo: &laqno;La amamos [a Perú] por principio de Justicia, por natural propensión y por consecuencia del valor que la distingue». Una precondición del patriotismo es el conocimiento, de manera que el Mercurio se ocupaba casi exclusivamente del Perú: &laqno;El amor a la patria nos hace detestar aquel vicio de preferir más los defectos extraños que los propios y nos facilita seguir el orden que dicta la razón natural, prefiriendo el bien propio al ajeno». Pero el peruanismo contenía diversos elementos, conservadores al igual que radicales, y conf1ictivas nociones de patria: algunos lo consideraban compatible con la unidad imperial; otros creian que sólo podría realizarse en una nacionalidad independiente.

El nacionalismo mexicano era menos ambiguo. En la segunda mitad del siglo XVIII un grupo de mexicanos emprendió deliberadamente un análisis de las condiciones y perspectivas de su país. Algunos, como Clavijero, escribieron principalmente para un público extranjero. Otros, como José Antonio Alzate Ramirez y Juan Ignacio Bartolache, estaban inspirados por el deseo de enseñar a sus compatriotas, y lo hicieron en una serie de periódicos, entre ellos la Gaceta de Literatura dc México y el Mercurio Volante. Estos describían los recursos, fauna y flora, clima, agricultura, minas y comercio de México, para instruir a los mexicanos sobre sus posibilidades y su cultura y demostrarles que eran tan racionales como los europeos. Su americanismo no sufría inhibición alguna y empleaban términos como &laqno;la nación», &laqno;la patria», &laqno;nuestra nación», &laqno;nuestra América», &laqno;nosotros los Americanos». La Gaceta de Literatura utilizó la frase &laqno;nuestra Nación Hispano Americana». ya en 1788. Aunque era éste un nacionalismo más cultural que político, y no buscaba de modo inmediato destruir la unidad del mundo hispánico, preparaba ya las mentes para la independencia, mostrando que México poseía recursos independientes. La riqueza mexicana, sus talentos humanos, el poder militar, eran las cualidades resaltadas por los escritores jesuitas y criollos y aceptadas por su público. También se ocuparon de ellas muchos observadores extranjeros, especialmente Alexander von Humboldt, cuyas obras científicas y políticas dieron a los mexicanos una renovada confianza en su país y posiblemente una hinchada idea de su potencia. Como Lucas Alamán señaló posteriormente: &laqno;los extractos que publicó estando en el país, y después su Ensayo político sobre la Nueva España [...] hicieron conocer esta importantísima posesión a la España misma [... ] a todas las naciones cuya atención despertó; y a los mejicanos, quienes formaron un concepto exageradamente extremado de la riqueza de su patria, y se figuraron, que ésta siendo independiente vendría a ser la nación más poderosa del mundo».Se planteaba una irresistible conclusión: si México tenía grandes posibilidades, necesitaba de la independencia para cumplirlas.

Para que el lealismo disminuyera y creciera el americanismo se necesitaba un factor más, el factor de la oportunidad. Ésta llegó en 1808, cuando la crisis del gobierno en España deja a las colonias sin metrópoli. El final fue rápido, aunque la agonía precedente, prolongada. Antes de la catástrofe final, España sufrió dos décadas de humillación nacional, cuando el programa de reforma y renacimiento de Carlos III desembocó en un renovado declive y una nueva dependencia. Sorprendida por la Revolución francesa, impotente ante el poder de Francia, España fue cayendo de crisis en crisis. Cuando la dirección política decayó desde los modelos de Carlos III y sus ilustrados ministros a los de Carlos IV y su favorito, Manuel Godoy, el gobierno sobrevivió sólo por improvisación. Desde 1796 España fue arrastrada a las guerras de Francia en calidad de satélite, forzada a subvencionar a su imperial vecina y a sacrificar sus intereses propios. Los visitantes hispanoamericanos a la península en esos años quedaron asombrados por lo que vieron: un espectáculo de división, desorientación y desesperación. Lo peor estaba por llegar. Cuando, en 1807-1808, Napoleón decidió destruir los últimos fragmentos de la independencia española e invadir la península, los Borbones no tenían más recursos. En marzo de 1808, Carlos IV abdicó en favor de su hijo, Fernando. Los franceses luego ocuparon Madrid, y Napoleón indujo a Carlos y a Fernando a ir a Bayona para tener unas conversaciones. Allí, el 5 de mayo de 1808, forzó a ambos a abdicar y al mes siguiente proclamó a José Bonaparte rey de España y de las Indias.

En España el pueblo empezó a combatir por su independencia y los liberales a preparar una constitución. Las juntas provinciales organizaron la resistencia a Francia, y en septiembre de 1808 se formó una junta central, invocando el nombre del rey y, desde Sevilla en enero de 1809, promulgó un decreto diciendo que los dominios españoles en América no eran colonias, sino parte integrante de la monarquía española con derechos de representación. Pero cuando las fuerzas francesas penetraron en Andalucía la junta fue arrinconada y en enero de 1810 se disolvió, dejando en su lugar a una regencia de cinco personas con mandato para convocar unas cartes donde estuvieran representadas tanto España como América. Los liberales españoles no eran menos imperialistas que los conservadores. Las Cortes de Cádiz promulgaron la constitución de 1812, que declaraba a España y América una sola nación. Pero, aunque a los americanos se les garantizaba una representación, se les negaba una representación igual, y aunque se les prometían reformas se les negaba la libertad de comercio.

¿Qué significaron esos acontecimientos para Hispanoamérica? Los dos años después de 1808 fueron decisivos. La conquista francesa de España, el colapso de la España de los Borbones, el implacable imperialismo de los liberales españoles, todo produjo un profundo e irreparable daño a las relaciones entre España y América. Los americanos tuvieron que ocuparse desde entonces de su propio destino. Ya no tenían a los Borbones; no querían a Napoleón no se fiaban de los liberales. Una vez que se tomaron decisiones autónomas, la independencia cobró impulso, rápidamente. Recorrió el subcontinente en dos grandes movimientos. La revolución del sur fue más rápida, avanzando desde el Río de la Plata, a través de los Andes hasta el Pacífico. La revolución del norte, hostigada más de cerca por España, se desvió desde Venezuela a Nueva Granada y volvió a su lugar de origen. Ambas convergieron en Perú, la fortaleza de Espana en América. Y en el norte, la insurrección mexicana siguió su curso propio -revolución social abortada, prolongada contrarrevolución y victoriosa revolución conservadora-demostrando por su propio extremismo el carácter esencial de la independencia hispanoamericana.