"Movimiento Obrero y Nacionalismo en Corea del Sur: Análisis crítico sobre la influencia de tendencias nacionalistas dentro del proletariado surcoreano"

 

Por Luciano Lanare (UNLP)*

 

¿Más tiene esto algo que ver con la que llaman imparcialidad histórica?. Nadie nos ha explicado todavía claramente en que consiste esa imparcialidad […] El lector serio y dotado de espíritu crítico no necesita de esa solapada imparcialidad que le brinda la copa de la conciliación llena de veneno reaccionario, sino de la metódica escrupulosidad que va a buscar honradamente investigados, apoyo manifiesto para sus simpatías o antipatías disfrazadas, la contrastación de sus nexos reales y el descubrimiento de las leyes por que se rigen. Ésta es la única objetividad histórica que cabe, y con ella basta, pues se halla contrastada y confirmada, no por las buenas intenciones del historiador de que él mismo responde, sino por las leyes que rigen el proceso histórico y que él se limita a revelar.

 

León Trotsky                                   

 

 

Para comprender la dinámica histórica y la estructura del movimiento obrero surcoreano es necesario recurrir al auxilio de una breve reseña sobre la historia reciente de Corea del Sur. Los eventos y hechos históricos que atraviesan las últimas cinco décadas de la historia del país son de capital importancia en la conformación de una conciencia de clase, que a su vez, se va yuxtaponiendo con elementos coyunturales que la han de marcar a fuego. Desde su alianza con los estudiantes universitarios, la cual llevará el embrión de la radicalización, hasta el arraigo de un nacionalismo –a veces, de corte chovinista-, irán conformando los diferentes matices que caracterizaran al movimiento obrero surcoreano.  

El llamado “milagro del río Han” se obtuvo gracias a varios factores. Los principales fueron: una fuerte intervención del Estado, bajo la forma de una planificación autoritaria (proceso, que se dirigió con mano de hierro); un colosal apoyo económico y técnico, aportado en forma de “donaciones”, por parte de los EE.UU., la realización desde el comienzo de una reforma agraria de tipo radical y la aplicación de un modelo de sustitución de importaciones durante 25 años, que se fue convirtiendo gradualmente, en sustitución de exportaciones. Además, el Estado tuvo un férreo control sobre el sector bancario y financiero, fijando el control de precios de insumos básicos de consumo masivo. Por otro lado, el Estado también realizó un gran esfuerzo en el campo de la educación, lo que le permitió ofrecer a las empresas una mano de obra calificada. No obstante, estos factores, no hubiesen surtido efecto sin una marcada sobreexplotación de los campesinos y obreros que siempre iba acompañada por una omnipresente represión policial.

Este milagro coreano se gestó y consolidó en el marco de la Guerra Fría, enfrentamiento que aún deja ver su cicatriz en el paralelo 38º de la península coreana. Los hijos prodigios de esta “revolución” económica fueron los Chaebols, descomunales conglomerados industriales, que dominaron el proceso de industrialización mediante su relación simbiótica con el estado autoritario surcoreano. Estos chaebols son conocidos hoy en el mundo entero: Samsung, Hyundai, LG, Daewoo, KIA, entre otros. Los chaebols se beneficiaron, año tras año, de aportaciones financieras del Estado, muy considerables y a menudo gratuitas. Por otro lado, los planes quinquenales se sucedieron. En el primero (1962-1966) se dio prioridad al desarrollo energético, de abonos, textil y del cemento. En el segundo (1967-1971) se puso el acento en las fibras sintéticas, la petroquímica y el equipamiento eléctrico. El tercero (1972-1976) se  centró en la siderurgia, el equipamiento de transporte, los electrodomésticos y la construcción naval.

En el curso de esta industrialización acelerada la sociedad surcoreana cambió profundamente. La población urbana pasó de 28 % en 1960, a 55 % en 1980. La capital, Seúl, duplicó su población entre 1960 y 1970, que pasó de 3 a 6 millones de habitantes, y, que en la actualidad, rebasa holgadamente los 10 millones. La estructura de la población activa se modificó radicalmente. En 1960, el 63 % trabajaba en la agricultura, el 11 % en la industria y la minería, y el 26 % en el rubro de servicios. Veinte años después, las proporciones se transformaron contundentemente: 34 % en la agricultura, 23 % en la industria y la minería y 43 % en servicios. En 1963 el país contaba con 600.000 trabajadores industriales, en 1973 estos eran 1,4 millones y en 1980 superaban los 3 millones, la mitad de los cuales eran obreros calificados. A su vez, estos obreros, estaban sometidos a un grado extremo de explotación; en 1980, el coste salarial de un obrero coreano representaba un décimo del de un obrero alemán, la mitad del de un mexicano ó un 60 % del de un brasileño. Sin duda, uno de los ingredientes constitutivo del “milagro del río Han”, fue la sobreexplotación de la mano de obra industrial. La semana laboral de un obrero coreano era en 1980 la más larga de todo el mundo, a lo que se le añadía el no contar con un salario mínimo legal.

Para agravar su situación, después de la derrota del Consejo General de Sindicatos Coreanos (GCKTU), dirigido por el partido Comunista y prohibido en 1948, los asalariados carecieron de un verdadero sindicato. Solamente una fachada seudo sindical, auspiciada  por el mismo Estado, la Federación Coreana de Sindicatos (FKTU) fue –entonces-, la única central obrera legal del país hasta los años noventa.   La FKTU era una simple correa de transmisión de la dictadura y de la patronal. La clase proletaria estaba casi totalmente amordazada, al menos hasta los años ochenta. Además de la clase obrera fabril, otros actores sociales se afirmaron. En 1980 había 100.000 ingenieros y 130.000 técnicos. La población de la enseñanza superior eclosionó: había cerca de un millón de estudiantes para esa misma época.

El “milagro del Han” fue la más altamente aclamada historia del éxito del desarrollo en el mundo, hasta que los otros “tigres” en el Este y el Sudeste Asiático llamaron la atención de la opinión pública mundial. Se suponía que Corea iba a ser un paraíso de trabajo disciplinado y barato, de tecnócratas talentosos, alto crecimiento del PBI, distribución equitativa de la riqueza y ciudadanos que nunca han dicho “yankee, go home”. No obstante, cada República coreana hasta la surgida de la elección de Kim Young Sam en 1992 comenzó o concluyó con levantamientos masivos o golpes militares. La más extensa, la Tercera República bajo Park Chung Hee (1961-1979), se abrió con un golpe y concluyó en el asesinato de Park a manos de su propio jefe de inteligencia. La que le sigue en duración, bajo Chun Doo Hwan (1980-1987), comenzó y concluyó con rebeliones populares que sacudieron las bases mismas del sistema. Se podría argumentar fácilmente que Corea del Sur ha tenido uno de los sistemas políticos más inestables del mundo. La piedra de toque de este desorden, en el periodo reciente, fue la Rebelión de Kwangju, en mayo de 1980, la pesadilla coreana de Tiananmen, en la que los estudiantes y los jóvenes fueron asesinados en una escala igual o mayor a la de la China “Popular” en junio de 1989. Aquellos que elogiaron el desarrollo surcoreano raramente hablaron de este lado oscuro, y han tendido demasiado frecuentemente a justificar las políticas autoritarias de los regímenes sucesivos en tanto duros requisitos del desarrollo y la seguridad frente al enemigo del Norte, o bien como producto de la tradición confuciana, o de la inmadurez política coreana.          

En este ambiente continuo de explotación y fuerte represión, no obstante, comenzó a forjarse una resistencia obrera, impulsada y motorizada muchas veces  por estudiantes universitarios e intelectuales, que buscaba ser la voz critica de este “milagro”. Los riesgos –como se podrá imaginar el lector-, no eran pocos. Bajo la represión mas asfixiante a lo largo de los 70’, el movimiento obrero fue creciendo y ganando fuerza, buscando incidir fuertemente en la política y finalmente madurando luego de la crisis de 1987, para constituirse en un protagonista central en la sociedad surcoreana. El mundo del trabajo fue muy activo a finales de los años 40’, pero después de la Guerra de Corea los controles se volvieron asfixiantes para todo tipo de maniobra sindical. La experiencia traumática de la guerra y la recurrente proyección fantasmal del enemigo comunista fue el leit motiv que utilizó –recurridamente-, el gobierno para sofocar brutalmente todo reclamo o disenso que proviniese de los obreros.  Con posterioridad a la guerra, el régimen de Rhee, mantuvo la estructura de sindicatos por empresas. Esta forma artera de sindicalización funcionaba a la perfección para mantener a raya y dividido al creciente movimiento obrero surcoreano, amenazando -desde sus cimientos-, todo tipo de solidaridad horizontal entre los trabajadores.  Estos sindicatos por empresas estaban dominados por elementos que reportaban al Estado y directamente, actuaban como un representante de los intereses de la patronal, rompiendo huelgas y boicoteando todo intento de construcción de un sindicalismo independiente. Luego, en 1961, el régimen dictatorial de Park, a través de su nefasta KCIA, reorganizó el trabajo desde arriba, reteniendo un solo centro nacional, pero creando sindicatos más grandes por sector, de acuerdo a la estructura que iba moldeando el proceso de industrialización. Así, la industria textil contaba con un solo sindicato a escala nacional, como así también, el transporte, la industria química y otras tantas. La nueva impronta se selló con la creación de una flamante federación nacional del trabajo, cuyos representantes centrales designados habían jurado lealtad hacia la “revolución” del dictador Park.

A diferencia de otros países la organización del movimiento obrero en Corea del Sur fue impuesta e implementada desde arriba. Un férreo control, la falta absoluta de libertad de asociación y una represión siempre activa conspiraron desde un principio para truncar y sofocar toda voz de reclamo y disconformidad que proviniese de los trabajadores, en cuyas espaldas se había cargado casi todo peso de la industrialización.

En las primeras décadas del desarrollo industrial, la fuerza de trabajo estaba aún formada por la absorción de campesinos pobres en las filas como mano de obra no calificada o semicalificada. El bagaje cultura arrastrado por esta masa proveniente del ámbito rural, factores tales como la relación jerárquica y clientelar típica de la sociedad campesina, la pobreza y el desempleo continuos representaron un lastre sustancial en el proceso de avance para la toma de conciencia y acción del sector obrero. Se añadía a esto, el costo terrible pagado por los huelguistas y activistas sindicales en los años 40’ y el amplio uso de la fuerza de trabajo de las mujeres jóvenes (a menudo empleadas como fuerza de trabajo sólo por el lapso de una década, antes de contraer matrimonio). Todo estos elementos se combinaron e interrelacionaron para debilitar la sindicalización, cuyo fin era intimidar a muchos obreros para que -sin resistencia alguna-, se convencieran de formar parte del rebaño dócil, disciplinado y de bajo costo de trabajadores que las industrias ligeras de Corea necesitaban durante los años 60’.  

Es importante resaltar el papel que tuvo este reclutamiento masivo de mujeres adolescentes en el  proceso de industrialización surcoreano. Sacadas de las granjas para ganar algo de dinero para sus familias, constituían un verdadero ejército de trabajadoras poco calificadas en las actividades de hilado, tejido, cosido, elaboración de calzado, ensamblaje de aparatos electrónicos sencillos, empaquetados de alimentos, o en tareas repetitivas como colocar pernos y tornillos en planchas de acero. Las mujeres jóvenes fueron, verdaderamente, la “infantería” del despegue industrial orientado a la exportación de los años 60’. Reclutadas masivamente entre los 18 y los 22 años, con una preparación de escuela secundaria completa o incompleta, con casi la mitad de ellas viviendo en dormitorios de la empresa, alimentándose con comida de la empresa y con un solo día libre al mes, estas mujeres eran un preciado botín para los exportadores. Tal vez el Mercado de la Paz haya sido la máxima expresión de esta sobreexplotación a la que fueron sometidas estas mujeres. Un lugar lúgubre, constituido por depósitos de tres y cuatro pisos, en donde los pequeños fabricantes de ropa habían creado plataformas de cerca de 1,20 metros de alto y en cada lugar disponible, habían puesto una mesa, una maquina de coser y una mujer a trabajar. Polvo, basura, calor y partículas de algodón volaban a través de este espacio reducido, que no contaba con ventilación adecuada. Entre diez y veinte jóvenes que no podían pararse correctamente, se arrodillaban delante de las ruidosas máquinas. Imaginen mil de estos siniestros talleres juntos y tendrán ustedes al Mercado de la Paz, que empleaba a 20.000 trabajadoras en total.    

Aunque el auge industrial parecía eterno, el desarrollo desigual y la disparidad estructural comenzó a aumentar visiblemente, ejemplificados por el modelo invertido de distribución de los ingresos nacionales. La riqueza generada por la industrialización fue transformada en forma regresiva. Mientras la proporción de ingresos del 40% de los habitantes con los ingresos más bajos entre el total de los ingresos familiares fue del 19,6% de la riqueza total en 1970 para el año de 1978, esté índice había caído al 15,4%.

Como puede deducirse a través de los datos reseñados brevemente, la situación de los trabajadores surcoreanos, distaba mucho de ser ideal. Mientras el país avanzaba velozmente por la senda de la industrialización acelerada los asalariados eran el furgón de cola de todo este avance, y pagaban muy caro cualquier intento de reivindicación y resistencia.

Sin embargo, este estrecho –ó casi nulo- margen de acción,  no impedía que los obreros se las ingeniasen –muchas veces corriendo grandes riesgos-,  para poder organizarse e ir tomando conciencia de que el único camino posible para enfrentar a las sucesivas dictaduras y a los chaebols que los sobreexplotaban era la unión de la mayoría de los trabajadores. A pesar de – ó quizá, a causa de-, las medidas draconianas de principios de los años 70’, los obreros continuaban organizándose. En 1974, por ejemplo, alrededor de 2000 trabajadores se rebelaron en el puerto de las Industrias Pesadas de Hyundai, en Ulsan, sin que influyese su status privilegiado en relación con el resto de los trabajadores industriales de Corea.

La clase obrera surcoreana fue creciendo amordazada por una política de explotación feroz que era el combustible vital del proceso de industrialización forzada, llevada a cabo por una inestable sucesión de regímenes militares autoritarios que mantuvieron su poder a través de la supresión brutal de las revueltas y huelgas obreras.

Después de los acontecimientos de Kwangju, la clase dirigente coreana intentó estabilizar la situación bajo la presidencia del general Chun Doo-hwan (anterior jefe de la KCIA) dando un barniz democrático a lo que seguía siendo esencialmente un régimen militar autoritario. El intento fracasó miserablemente. En el año 1986, se produjeron concentraciones masivas de protesta en Seúl, Inch’on, Kwangju y Pusan para finalizar en 1987 cuando estallaron más de 3300 conflictos industriales que implicaban reivindicaciones obreras de aumentos salariales, mejor trato y mejores condiciones de trabajo, forzando al gobierno a hacer algunas concesiones para atender estas demandas.

Los años que siguieron a 1987 fueron demostrando que la vía militar estaba agotada en lo que se refería a ser la herramienta para el control y sumisión de la población al poder central (y por ende de los grandes conglomerados industriales). Si para adentro la imagen omnipresente de las sucesivas dictaduras coreanas se tornaba insostenible, para el exterior, eran el retrato de una época casi arcaica que debía desaparecer definitivamente. Más aún, cuando su principal aliado en el mundo, los Estados Unidos, había reformulado su política internacional. Para principio de la década del 90’ no quedaba más alternativa que buscar una salida democrática ó por lo menos, algo que se le pareciese. La burguesía coreana se las apañó, entonces, al menos para erigir una convincente fachada de democracia que siguiese ocultando la supervivencia en el poder de una alianza entre los militares, los chaebols y el aparato de seguridad.

Los elementos expuestos hasta ahora, muestran escuetamente en que contexto surgió y se desarrollo el movimiento obrero surcoreano. Debemos ver, ahora, como este devenir histórico influyó y condicionó a los trabajadores de este país.

Desde el punto de vista de lo podríamos denominar “memoria colectiva”  de la clase, hay claramente una diferencia entre la experiencia política y organizacional acumulada por la clase trabajadora en Europa, que ya en 1848 empezaba a afirmarse como una fuerza social independiente, y la clase obrera coreana. Es particularmente sorprendente que el movimiento en Corea durante la década de los 80’ estuviera marcado por una tendencia a mezclar las luchas obreras por sus propias reivindicaciones de clase con las reivindicaciones del “movimiento democrático” por la reorganización del aparato del Estado burgués. Como resultado, la oposición fundamental entre los intereses de las fracciones democráticas de la burguesía no resultaban inmediatamente obvios para los militantes que iniciaron la actividad política en este periodo.

Otro aspecto de capital importancia que ha de influir entre los trabajadores será específicamente el efecto de la división entre el Norte y el Sur impuesta por los conflictos entre el boque soviético y los EE.UU., además de la presencia militar norteamericana en Corea del Sur y su apoyo a la sucesión de regímenes militares que finalizó en 1988. Estos elementos mencionados, han actuado –directa o indirectamente-, para una contaminación general de la sociedad con un omnipresente nacionalismo coreano, muchas veces disfrazado como “antiimperialismo”, según el cual únicamente los EE.UU. y sus aliados aparecen como fuerzas imperialistas. La oposición a los regímenes militares y realmente a la sobreexplotación tendía a identificarse –entonces-, con la oposición a los Estados Unidos de Norteamérica.        

Finalmente, un rasgo importante de los debates en el medio político coreano es la cuestión sindical. Particularmente para la generación actual de activistas, la experiencia sindical se basa en las luchas de la década del 80’  y principios de la del 90’, cuando los sindicatos eran en gran parte clandestinos, aún no estaban burocratizados y ciertamente estaban tanto animados como dirigidos por militantes profundamente dedicados. Debido a las condiciones de clandestinidad y represión, no pudo clarificarse para los militantes de entonces que el programa sindical no únicamente no era revolucionario, sino que ni siquiera servía para defender los intereses obreros. Durante la década del 80’, los sindicatos estuvieron estrechamente ligados a la oposición democrática  que enfrentaba a la dictadura, y cuya ambición no era desmantelar el modelo de desarrollo de industrialización forzada (donde el costo caía draconianamente en las espaldas de los trabajadores) sino al contrario. Representaba, en el máximo de los casos, la impugnación a la “forma” pero no a la “manera” con la cual se venía desarrollo el capitalismo industrial en el país. El proceso de  “democratización” de la sociedad coreana desde 1990, ha puesto de manifiesto esta integración de los sindicatos en el aparato estatal y ha causado una considerable desorientación entre los activistas respecto a cómo reaccionar ante esta nueva situación, ya que la yuxtaposición de elementos que mezclan los intereses de los obreros con los eslogan y conceptos de talante nacionalista dinamitan el real significado de la lucha de los trabajadores. Por otro lado, el nacionalismo ha servido muchas veces como elemento desmovilizador de la lucha obrera. En variadas ocasiones, los reclamos presentados hacía los conglomerados industriales o, hacía el propio gobierno, podían ser reinterpretados como manifestaciones implícitas de consignas “anticoreanas” que menospreciaban el orgullo nacional.

El mayor desconcierto se suscitó durante la crisis financiera de 1997. Ciertamente, el primer efecto de la crisis fue el desencanto sufrido por la población surcoreana al verse de improvisto retrotraída a la época de austeridad y sacrificio impuesta por los regímenes militares, etapa que en el inconciente colectivo se daba ya por superada gracias a la bonanza económica producida. A este efecto psicológico en masa le sobrevino una reacción chovinista que arrastro a gran parte de la población, y dentro de ella, a muchos trabajadores que abandonaron sus reclamos de clase y se dispersaron en medio de consignas que poco tenían que ver con la mejora en las condiciones de trabajo.

Desde una perspectiva histórica el nacionalismo resulta un proceso bastante complejo que ocupa un largo y contradictorio capítulo en la historia coreana; se impone por tanto establecer una delimitación. El nacionalismo que se ha expresado como consecuencia de la crisis, resulta muy diferente del movimiento intelectual y de la lucha por la independencia aparecido en la década de los años 20’ y al del nacionalismo revolucionario surgido también por esa misma época. En el caso presente se trata de las manifestaciones nacionalistas imbuidas durante la década de 1960. Éstas tienen en común las ideas del nacionalismo cultural sobre la importancia de construir las bases de la independencia económica y política expresadas durante aquellos primeros años, pero en su aparición actual son producto de la llegada al poder de militares y de su llamado a la población a tener confianza y poner lo mejor de uno mismo en aras del progreso de la nación. 

En efecto, a partir de los años 60’, proliferaron las arengas presidenciales saturadas de constantes llamamientos a formar un frente común que permitiera construir una nueva conciencia nacional. El denominado sistema Yushin fue el clímax de estas proclamas. Para ello se requería la conjunción de esfuerzos de todo el conglomerado social que convergiesen en la construcción de un único proyecto de nación. La respuesta popular a estas alocuciones constituyó una especie de “nacionalismo económico” que imbuyó en la población las ideas de la autosuficiencia como virtud, meta más significativa que la simple búsqueda de la prosperidad. De esta manera, el nacionalismo quedó plasmado como un sentimiento de acción colectiva opuesto a cualquier manifestación de carácter individual. El movimiento obrero, indudablemente, no fue ajeno a este proceso nacionalista, y por ende, muchas banderas de reivindicaciones han debido de ser arriadas en pos de este proyecto nacional.

No obstante, y como puede deducirse mediante una lectura correcta de la Historia, los elementos que constituyen y generan los estímulos de una nacionalismo unificador resultan originar diversas reacciones. En el caso que nos atañe,  debe advertirse que no será lo mismo el uso del nacionalismo que hacen los dueños de los chaebols, con el fin de legitimar las acciones de sus empresas, los privilegios que detentan y el control que ejercen sobre los trabajadores, al que estos últimos tienen sobre el estado de sus condiciones laborales. De igual, manera, también resulta diferente el nacionalismo preconizado por el gobierno al nacionalismo de los disidentes que se oponen a sus políticas. En este sentido, resulta inevitable el enfrentamiento entre todas estas tendencias nacionalistas aunque en el fondo provengan de un mismo cuño.

A la crisis económica, se sumo la globalización, que regando su camino con los tratados de “libre mercado” ponían en jaque a varios sectores de la economía del país. La competencia internacional y la apertura económica eran una amenaza real para aquellos sectores industriales que habían crecido al amparo del proteccionismo y la benevolencia de los distintos regimenes militares. Ante esta nueva amenaza, el repliegue fue –en muchas ocasiones- otra vez hacía un discurso nacionalista que pregonaba la causa coreana como único fin aglutinador de la sociedad y a la cual no se le podía anteponer ninguna pretensión sectorial ni individual.

Para entonces, también, la clase obrera se había modificado sustancialmente. Uno de los efectos sociales que tuvo la transformación de Corea del Sur fue el incremento de los niveles de vida y la tendencia generalizada hacia la conformación de una clase media, estrato que por su novedad resultó ser el sector clave del modelo de crecimiento. En efecto, la industrialización y el desarrollo económico contribuyeron a la formación de una clase media formada por obreros y empleados de cuello blanco. Una estimación general señalaba que este universo lo constituía aproximadamente un 40% de la población, aunque según los datos de una encuesta levantada en 1977, el 70% de la población se identificaba como miembro de la clase media. Con el advenimiento de la crisis financiera, ciertamente, el desempleo generalizado y la concomitante reducción del ingreso causaron el descenso de los niveles de vida de este sector mayoritario de la población. Ante esta debacle, muchos miembros de este sector social se replegaron hacia un celoso desinterés colectivo y se refugiaron en la sola idea de poder salvarse del aluvión de desempleo que arrasaba el país.

La situación creada por la turbulencia económica tuvo sus efectos sobre las relaciones laborales deteriorando la situación de los obreros. A la engañosa sindicalización por empresa, la crisis, sumó -en muchos casos-, una desactivación de la solidaridad entre los mismo trabajadores.   Así pareciera demostrarlo, por ejemplo, el acuerdo que por ese tiempo firmaron Hyundai Motor Co. y el sindicato de la empresa que puso fin a un mes de huelgas, el 24 de agosto de 1998. La protesta del sindicato que agrupa a 26.000 trabajadores fue por la decisión de la empresa de despedir a 1.538 obreros. El acuerdo pactado de ninguna manera implicó la posibilidad de frenar el recorte de personal aunque, según el director de la empresa, éste si contiene la intención de establecer un nuevo tipo de relaciones industriales con el fin de limitar al máximo el despido de trabajadores.  

Naturalmente la mayoría de los observadores no quedaron convencidos de este argumento y le hicieron toda clase de objeciones. Mientras los dirigentes sindicales se refirieron escuetamente al acuerdo como un documento en que quedaron establecidas las bases de confianza mutua, el Ministerio de Trabajo lo calificó como el punto de partida de una nueva cultura de trabajo. Al mismo, tiempo subrayó el hecho del reconocimiento formal por parte del sindicato de la necesidad de efectuar recortes laborales. Si se interpreta la cuestión como un éxito se trata entonces de un triunfo limitado que difícilmente oculta el hecho de que se trate de una decisión tomada bajo la presión del gobierno.

Observado esta dinámica de acuerdos, podemos entonces afirmar que estos se transformarán a corto plazo en arma de doble filo para los trabadores ya que implicara la pulverización de la solidaridad y tornará irresistible la presión que se ejerza políticamente para la resolución de los conflictos laborales.

Se puede concluir que los obreros surcoreanos han sido –y en cierto grado siguen siendo- de los más sacrificados y combativos del mundo. No obstante, aún persisten en sus raíces elementos que amordazan su accionar y su maduración. La vertiente nacionalista – que se ha escondido muchas veces bajo las banderas de la “democratización”- y que en cierto grado a influido en el devenir histórico de este movimiento conspira contra la voluntad solidaria y de reivindicaciones que los obreros necesitan expresar y que deben tener. Desterrar definitivamente de su cuerpo la herencia del Sistema Yushin y todas aquellas consignas que encubren la desmovilización y el individualismo será a futuro un gran desafío para todos los trabajadores de Corea del Sur. Además, tendrá que decantar sus objetivos para que estos no sean mezclados con otros que poco tienen que ver con las demandas obreras.  A sí mismo, deberá revelar la inutilidad del nacionalismo como refugio para sus demandas, ya que este lejos de auxiliarlo, socavará la legitimidad de los reclamos y los terminará diluyendo en un mar de contradicciones.     

 

 

 

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Bibliografía utilizada:

1)       Cumings, Bruce. “El lugar de Corea en el sol. Una historia moderna”. Editorial Comunicarte. Córdoba-2004.

2)       Silbert, Jaime y Santarrosa, Jorge. “Desarrollo económico y democratización en Corea del Sur y el Noroeste Asiático”. Editorial Comunicarte. Córdoba – 1998.

3)       Castilla Romero, Alfredo. “Corea del Sur: del “milagro económico” a la era del FMI”. UNAM. México.

4)       Toussant, Eric. “Corea del Sur: el milagro desenmascarado”. Oikos. Revista de la Escuela de Administración y Economía, ISSN 0717-327X. Nº,22, año 2007.

5)       Jang Jip Choi. “Labor and the Authoritarian State: Labor Unions in South Korean Manufacturing Industries. 1961-1980” Korea University Press. Korea – 1989.

6)       Hagen Koo. “Korean Workers: The Culture and Politics of Class Formation”. Cornell University Press. EE.UU – 2001.

7)       Hyung Il Pai. “Constructing “Korean” Origins”- Harvard University Asia Center. EE.UU. – 2000.

8)       Trotsky, León. “La Revolución Rusa”. CEICS-Ediciones ryr. Buenos Aires -2007.

 

Páginas  WEB:

 

1)       www.kctu.org

2)       www.comminit.com/en/node/150035/348

3)       www.socialistworker.co.uk/art.php?id=13573

 

* Luciano Martín Lanare: Estudiante avanzado de la carrera de Licenciatura en Historia en la Universidad Nacional de La Plata. Miembro del Centro de Estudios Coreanos que depende del Departamento de Asía y el Pacífico del Instituto de Relaciones Internacionales de la UNLP. Obtención del “Mención Especial” en el Concurso Monográfico “Corea en el Mundo. Historia y Actualidad”. Marzo 2005. Becado para realizar un curso sobre economía, cultura e historia coreana en la República de Corea (RdC), invitación realizada por el Gobierno de la RdC a estudiantes de los países ABC y BRIC´s (Intercambio Educativo, Agosto 2005).

 

 

 

 

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