En el transcurso del siglo XIV la
fragmentación de Italia había llegado a un cantonalismo extremo. Durante la
centuria siguiente, paralelamente a la formación y auge del Renacimiento, se
produce la reducción de las infinitas soberanías italianas a unos cuantos
Estados. Éstos, con ligeras modificaciones, compondrán el panorama territorial
de la Península en la Edad Moderna.
En el norte de la península o
Italia ístmica, los principales Estados son: el ducado de Saboya, que se
extiende desde el Ródano al mar, englobando Saboya, Piamonte y Niza; la república
de Génova, con Córcega como dependencia; el ducado de Milán;
constituido por los Visconti y mantenido por los Sforza, a pesar de la pérdida
de los territorios al sur del Po (futuro ducado de Parma y Plasencia); la república
de Venecia, con sus posesiones de Terra Ferma, Istria, Dalmacia y Cattaro.
Los ducados de Módena, Mantua y Ferrara constituyen la
transición a la Italia central.
En la Italia central resaltan
las repúblicas de Florencia y Siena y los Estados Pontificios. Florencia
se desarrolla bajo los Médicis, amenazando la independencia de Siena. En
cuanto al Pontificiado, su poder había sufrido serias mermas por el
desarrollo del feudalismo en las Marcas y la Romaña; pero en el último decenio
del siglo XV y primero del siglo XVI, la labor de Alejandro VI y Julio II impuso
la unidad en los Estados papales.
En el sur de la Península, sobreviene
un gran cambio. El reino de Nápoles pasa a una dinastía de la casa de
Aragón, instituida por Alfonso el Magnánimo. Así se dispone, con los
dominios aragoneses en Sicilia y Cerdeña, el centro de gravedad político que
prepara la hegemonía de España en Italia.