A mediados del siglo XIV, el mapa
de Europa revela importantes modificaciones territoriales.
En Occidente, continúa la
división tradicional del archipiélago Británico en los tres estados de
Escocia, Inglaterra e Irlanda. Sin embargo, la monarquía inglesa conserva una
cabeza de puente en Irlanda y otra en Guyena, desde donde aspirará a imponer
sus pretensiones al trono de Francia en la inminente guerra de los Cien
Años. Por lo que respecta a la península hispánica, los cinco reinos en ella
existentes han cobrado límites definitivos después de las grandes conquistas
cristianas del siglo XIII. Castilla se ha convertido en el estado
peninsular más extenso; pero Aragóndesarrolla una gran política
mediterránea: posee Baleares y Cerdeña y aspira al dominio de Sicilia, donde
reina una dinastía de la Casa de Barcelona.
Los límites del Imperio
alemán, tan vastos, no corresponden a la realidad de su potencia, que
mengua vertiginosamente a partir del Gran Interregno de fines del siglo XIII.
Pronto veremos cómo su territorio merma a expensas de sus vecinos o de los
nuevos estados que surgen en sus fronteras de Occidente.
En el Báltico, Dinamarca
hace de gran potencia, cuya hegemonía tendrá una ratificación política en la
Unión de Kalmar. Mientras el ducado de Moscú apenas nace
a la vida histórica, Polonia y Lituania, que unirán sus esfuerzos
en el siglo XV, se convierten en el núcleo más poderoso de Oriente. En los Balcanes
se asiste a la fugaz hegemonía de Servia, mientras Bizancio resiste
a la desesperada en territorios cada vez más fragmentados y en Asia nace el
temible poderío del Imperio otomano.